Posiblemente esa será
la imagen verdadera que debemos tomar y hacernos de María, una mujer humilde,
sencilla y abierta al plan de Dios. Nada de grandezas, coronas, pedestales y
demás alhajas que no la embellecen sino que son indiferentes a la mirada de
Dios. María es la elegida por su humildad, su disponibilidad a entregar su vida
a Dios y a asumir la misión de ser la Madre del Hijo encarnado.
Debemos estar
atentos y prestos a entender donde está el valor y el gozo de Dios. No
busquemos, porque no está, en las cosas que nos resultan grandes, valiosas y
poderosas de este mundo material. Busquemos en la humildad, en la sencilles, en
lo pequeño donde se puede apreciar el bien, la verdad, la bondad y la belleza.
Son las características con las que hemos de adornarnos. Precisamente, las que
brillan y hacen grande a María, la Madre de Dios.
Su belleza, su
bondad, su verdad y su bien andar por la vida están fundamentados en su fe y
obediencia a la Palabra de Dios. Recibida a través del Arcángel San Gabriel,
María no duda y se fía de Dios. Acepta la misión que le ha sido encomendada de
ser la Madre de Dios. Ella, fundamentada en su fe deposita su confianza en
José, el esposo que le fue dado por Dios, y guardando todo en su corazón se
abandona en las manos de Dios.
¿Miramos nosotros,
nos preguntamos, así a María, o solo vemos una imagen recargada de joyas, coronas
y belleza material? ¿Sabemos y tratamos de imitar a esa mujer de bien, adornada
y llena de verdad y bondad que la hacen precisamente bella entre todas las mujeres?
Pidamos al Espíritu Santo que nos dé la sabiduría de mirar a María de esa
manera. Amén.