Lc 2, 22-32 |
La historia está
ahí, como cualquiera otra historia y su realidad es tan cierta como la vida
misma. El planteamiento es el siguiente:
creer o no creer. Creer en el Jesús humano injertado en un pueblo con su
naturaleza y sangre humana y sujeto a sus tradiciones y leyes. Jesús, eso sí,
sin perder su Naturaleza Divina, nace y vive en un pueblo siguiendo los tiempos
del desarrollo humano. Oculto, tras una infancia y juventud sencilla, ordinaria
entre los suyos. Posiblemente junto al taller de carpintero de su padre.
Es lógico que tras
su irrupción en la vida pública sus paisanos se extrañen sorprendentemente.
¿Quién es este hombre? ¿De dónde le viene tanto poder y sabiduría? Lo meditábamos
en el Evangelio de ayer. Sin embargo, Jesús sigue el proceso y el plan que su
Padre le había marcado. Sometido a las leyes pasa por la oblación de entregar un
par de tórtolas o dos pichones como primogénito de su familia. Y he aquí que el
anciano Simeón, impulsado e iluminado en el Espíritu Santo, nos da la primera
confirmación de que aquel Niño es el señalado y enviado por el Padre para alumbrar
a las naciones. Simeón nos da la pauta para fijar nuestra mirada en ese Niño.
Es el Mesías del que habla el Antiguo Testamento. Es el enviado para liberarnos
de la esclavitud del pecado.
Ahora, nos toca a cada uno de nosotros optar y decidir por creer. La fe es un don y hay que pedirla. Pedirla todos y cada uno de los días de nuestra vida porque su fragilidad es tal que la podemos perder. Jesús sigue el plan que el Padre le ha encargado y, llegado su momento y su hora, irrumpirá en el pueblo elegido anunciando la Buena Noticia.