Es evidente que el
mundo, al menos una parte de él, rechaza la Palabra de Jesús, el Hijo de Dios.
El hombre, que busca la vida, la rechaza. Se cumple la paradoja de que
queriendo encontrar la vida, y teniéndola a su lado, una parte del mundo la
rechaza. Pero, no sólo eso, muchos que la acepta y creen en ella, luego en su
propia vida no la hacen, valga la redundancia, vida.
Sin embargo,
llegada la Navidad, Belén se hace se encuentro universal y todos cantan y
alaban a ese Niño Dios nacido pobre y humilde en un pesebre. Incluso, aquellos
que no creen, o creen y viven de forma indiferente al compromiso bautismal toman
conciencia del acontecimiento de Belén y, de alguna forma, celebran la Navidad.
Es evidente que la
atmósfera se viste de amor, de bondad, de buenas intenciones, de treguas y
promesas de paz, de actos de caridad y de amor. Y eso trasluce la realidad de
que el Amor de nuestro Padre Dios trasciende, y el Nacimiento de su Hijo, el
Niño Dios despierta en los corazones de los hombres.
A pesar de que la Luz no es recibida, brilla en la tiniebla a pesar de presentarle rechazo. Y es que algo sucede en nosotros que nos contamina y nos impulsa a repeler la vida auténtica. Despierta el pecado en nosotros y es, precisamente, para eso para lo que nace mañana el Niño Dios. Ese es el profundo significado de la fiesta de mañana: Dios, encarnado en Naturaleza Humana, se hace Hombre y viene a liberarnos de la esclavitud del pecado que nos somete y nos impulsa a rechazar la Vida Eterna y gozosa en plenitud de gozo y felicidad junto a Dios, nuestro Padre.