Jesús nos ha dicho
que si tuviéramos fe moveríamos montañas. Es Palabra de Jesús. Ahora, ¿la
creemos? Esa es la cuestión que tenemos que plantearnos y la reflexión que nos
ofrece este Evangelio. Posiblemente, convergeremos en que nos falta mucha fe,
más de la que creemos o sospechamos.
La primera
apreciación es que la Palabra de Jesús, nuestro Señor e Hijo de Dios, se cumple
y el nos ha dado, supuesta la fe, poder para expulsar los demonios y sanar
enfermedades. Por lo tanto, tiene que cumplirse. Y de no hacerlo tenemos que
pensar que es cuestión de falta de fe.
Nos extraña ver a
Jesús tenso y enfadado: ¡Generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con
ustedes? ¿Hasta cuándo los tendré que soportar? Son palabras que no dejan lugar
a duda del enfado de Jesús. Y, en consecuencia, actúa liberando a ese niño del
demonio. La conclusión es que también se nos ha dado a nosotros ese poder. Un
poder que nace y se esconde desde la fe y la oración. Y eso no es cosa de
aparentarlo, decirlo, sino creerlo. Y el Señor sabe realmente la medida de
nuestra fe por mucho que queramos aparentar ante los demás.
Es evidente que nos parecemos muchos a los contemporáneos del tiempo de Jesús. Nos falta fe, al menos a mí, y esa es mi batalla, pedirla y pedirla cada día. Quizás mi camino sea ese, perseverar en pedirla y confiar que algún día la tendré. De momento, y esto es vivencia propia, mi lucha es a campo abierto con la amenaza de las seducciones y tentaciones que vienen del demonio, y mi fortaleza está puesta en mi Madre, la Virgen María, Madre de Dios y en el Señor. Con Él vencerá todas las acometidas con las que Satanás intenta seducirme y tentarme.