El otro día le
dije a un amigo que hemos sido creados, no para morir sino para vivir eternamente.
Ahora, la diferencia está en cómo viviremos esa eternidad. Porque, dependiendo de nuestra manera de vivir el amor que realmente
sentimos en lo más profundo de nuestras entraña, será también el gozo de
nuestra vida eterna. No en vano san Juan de la Cruz nos dice que al final de
nuestra vida seremos juzgado del amor.
Es decir, no nos
van a preguntar por nuestra cantidad de misas, ni de oraciones y novenas, ni de
nuestras exposiciones del Santísimo. Solo nos preguntarán por nuestro amor en
relación con los que lo han necesitado en el camino y transcurso de nuestra
vida.
Me sorprendió
gratamente su respuesta cuando me dijo:
—Experimento gozo
y alegría cuando siento que he hecho algo bueno por el bien de otro.
—Evidentemente, le
respondí: Esa es la prueba de que la felicidad, nuestra felicidad, se esconde
en el amor. Porque, cuando amamos, sintámoslo o no, buscamos siempre el bien
del otro. Y si amamos seremos felices ya desde ahora y más plena y eternamente cuando
estemos frente al Señor.
Es evidente que el
vínculo materno entre una madre y un hijo es algo muy fuerte. Sin embargo,
Jesús no lo rechaza sino que lo pospone a ese otro vínculo del amor. El amor
nos hace hermanos en Xto. Jesús y nos une fuertemente hasta el punto de darnos
esa felicidad que muchas veces buscamos en otros lugares.
La verdadera felicidad y dicha no consiste en sentir la presencia de Jesús sino en escuchar y cumplir su Palabra. Solo amas cuando vives ese amor dentro de tus posibilidades y cumpliendo la Voluntad del Padre. Y en eso María, nuestra Madre, es modelo a imitar.