Nuestra fuerza no
está en el poder, ni en el oro, plata, calderilla, alforja, túnica, sandalia o
bastón… Nada de eso nos es necesario porque la conversión nace del corazón que
se abre a la Palabra de Dios y deja entrar al Espíritu Santo en él.
Se trata de darnos
cuenta de que la conversión no se da
según el método o estrategia, que convienen tenerlos en cuenta, sino en la
acción del Espíritu Santo y la predisposición de la persona a abrir sus
corazones. Muchos no escucharon las palabras de Jesús ni suavizaron sus
corazones al ver sus milagros y su poder.
Hoy sigue sucediendo lo mismo, muchos se
quedan parados en la duda y, resignados, aceptan las seducciones y propuestas del
mundo. No reaccionan ni siquiera ante la muerte de algún familiar o amigo. Les
cuestas dejar las propuestas del mundo – sobre todo si tienen una cómoda
situación – y cambiar el rumbo de sus vidas.
Evidentemente se hace necesaria la fe. Una fe apoyada en el Señor y sedimentada en la roca de la Iglesia. Una fe capaz de voltear sus corazones y transformarlos en unos corazones suaves, sencillos, humildes, comprensivos y buenos. Unos corazones plenos de amor misericordioso. Caminar, pues, poniendo a Jesús, el Señor, en el centro de nuestro camino es realmente la única forma de seguirle y de poder hacer su Voluntad, asistidos por la acción del Espíritu Santo venido a nosotros en la hora de nuestro bautismo.