No es lo verdaderamente importante el acto heroico en un momento puntual y determinado del tiempo, sino las sencillas acciones comunes y necesarias de cada día. La santidad se derrama en el hacer y vivir en actitud de ser fiel a la Palabra de Dios en tus relaciones de cada día con los demás. Relaciones que manifiesten una cordialidad, bondad y bien intencionada acción de actuar siempre buscando la verdad y el bien con todos los que te relacionas.
No determinan tus
actos la bondad y buena intención de estos, sino que es en tu corazón donde se
esconde la verdad de la buena intención de ellos. Y eso se nota en el bien
hacer de cada día, aunque se tenga que entablar una batalla campal interior
contra los deseos y malas inclinaciones que erupcionan en tu corazón. La
oración, la mortificación y el ayuno, próximos ahora al inicio de la Cuaresma,
son herramientas, por decirlo de alguna manera, que nos ayudan a soportar y
fortalecer nuestro espíritu y deseos de sostenernos firmes en ser fieles a la
Voluntad del Señor.
Realmente, la santidad se cuece en esa diaria lucha por mantener tu corazón puro y limpio de todas esas impurezas que te asedian y tratan de seducirte. Todo consiste en el esfuerzo heroico, desde la asistencia del Espíritu Santo, de sembrar el bien cada día. Pidamos ser santos de cada día y no solo del oportunismo o de esos momentos donde hacer una buena obra no parece costarnos mucho. La lluvia gota a gota es la que verdaderamente empapa la tierra. La tormentosa y abundante quizás la estropea.