Es evidente que
somos pecadores. No reconocerse así es sinónimo de suficiencia, arrogancia y,
sobre todo, soberbia. Posiblemente, consecuencias del pecado nos vienen todas
esas prerrogativas de imperfecciones que nos pierden y nos alejan de nuestro
Padre Dios.
Considerarse así,
pecador, nos debe poner como Bartimeo, a orillas del camino. De un camino de
conversión, de necesidad del Señor, de acercamiento a su Persona y de, como
Bartimeo, solicitud de recobrar la vista del alma, del corazón y del amor a
Dios.
Bien, es verdad,
que en el tiempo de Bartimeo, la ceguera se consideraba causa del pecado. Ahora,
en nuestra época, no lo consideramos así, pero, por el contrario corremos el
peligro de seguir ciegos al no considerarnos distanciado del Señor y en grave
peligro de indiferencia hacia Él.
Necesitamos
experimentarnos pobres, desdichados y enfermos cuando, cegados por el mundo,
demonio y carne, vivimos de manera intrascendente la búsqueda del encuentro con
el Señor, nuestro Dios y destino de nuestro camino. Y si no lo experimentamos
corremos y vivimos en un grave peligro: indiferencia y ceguera de no buscar ese
encuentro de gozo y felicidad que significa encontrarse – valga la redundancia –
con el Señor.
Pongámonos a la orilla del camino, como Bartimeo, y, atentos, abramos nuestros oídos a la escucha de los pasos del Señor, que, evidentemente pasa también por nuestra orilla – vida – y espera nuestra súplica de pedirle que veamos el único y verdadero Camino, Verdad y Vida.