La vida, la
verdadera vida no tiene otro fundamento ni otra importancia sino la de esperar
el encuentro con el Señor. Un encuentro que está programado con y en la hora de
nuestra muerte. Ese es el paso, la llave y la puerta que todos hemos de pasar
y, por eso, el momento más glorioso e importante de nuestra vida.
Desde esa perspectiva
diríamos que la vida es una preparación para la muerte. Una muerte que
representa y significa el encuentro con nuestro Creador, Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Es, la vida, un adviento, en el que pronto vamos a entrar, constante y
permanente. Es un estado de vigilancia y de tener siempre y en cada momento la
alcuza de nuestro aceite preparada y llena para la hora de la llegada del Novio.
¿Qué otra cosa
puede importar en nuestra vida? ¿No queremos ser felices eternamente? Pues ese
es el camino, un camino alegre y gozoso, a pesar de nuestros despojos y
desprendimientos tantos intelectuales como materiales. Disponibles a entregar
todo tal y como el Espíritu nos lo vaya revelando y señalando, experimentando
que cada instante de entrega y de darnos en bien a los demás es un instante de
verdadero gozo y felicidad. Un gozo y felicidad que no se va sino que permanece
de manera memorial en nuestros corazones significando que nuestro cielo eterno
ya ha empezado aquí.
Esa espera a que
llegue y llame – contenida en la hora e instante de nuestra muerte – es el
motor que nos sostiene activos, alegres, gozosos y en esperanza para seguir en
el camino. Dichosos y alegres somos cuando caminamos y vivimos en esa actitud
de espera vigilantes y activos en darnos gratuitamente, en servicio por y para
el bien sosteniendo siempre nuestra lámpara encendida. Dichosos y
bienaventurados que vivimos en continua alegría y esperanza por encontrarnos
cara a cara con el Señor. Dichosos cuando entendemos y aceptamos la cruz de nuestro
camino y la ofrecemos en servicio por amor y en espera gozosa de encontrarnos
con el Señor. La muerte pasa inadvertida y apenas nos inquieta ni nos importa.
Estamos gozosos de vernos con el Señor, de que nos reciba en su Casa y nos llene
de gozo y felicidad eterna. Y la muerte es la puerta que nos abre a ese
encuentro con Él.