domingo, 31 de marzo de 2019

UN PADRE MISERICORDIOSO

Resultado de imagen de Lc 15,1-3.11-32Si nos paramos a pensar en todo lo que han hecho nuestros padres por nosotros no encontraremos forma de pagárselo. Es impagable lo que nuestros padres nos han dado. Primero, porque a través de la vida que Dios nos ha regalado a través de ello, nos han protegido, nos han cuidado y, de forma gratuita, nos han dado todo lo que somos. Luego, nosotros hemos continuado nuestro desarrollo, pero sin nuestros padres no hubiésemos podido hacer nada.

Hago este pequeño preámbulo para destacar la importancia de los padres y también descubrir lo poco que lo valoramos en muchos casos hasta el punto de considerarlo normal y hasta una exigencia. Es posible que nuestra propia experiencia nos haga verlo como una exigencia, pero no lo es. O dicho de otra forma, es una exigencia desde el amor. Es decir, voluntaria y querida por amor, que no es lo mismo. Así nos quiere también nuestro Padre Dios. Simplemente por amor.

¿Y nosotros, los hijos?  Hijos hemos sido todos en una etapa de nuestra vida y hemos pasado por esta experiencia. Se nos olvida pronto lo que nuestros padres han hecho por nosotros y sólo lo recordamos en momentos puntuales. Y, aunque lo reconocemos, nuestra actitud, posiblemente por la esclavitud del pecado, no cambia mucho. Igual sucede en la parábola que hoy nos cuenta el Señor. Aquel hijo que se atrevió a pedir la herencia a su padre lo consideraba ya muerto. Poco le importaba, pues la herencia no se recibe sino cuando los padres mueren.

Y cuando se la ha gastado y empiezan las cosas a irle mal es cuando se acuerda de su padre. Pero, no porque le importe sino por lo bien que se está con él. Se acuerda de lo bien que comen sus criados mientras él, el hijo, pasa hambre. Creo que esa historia se repite hoy muchas veces en nuestro mundo, sin embargo son momentos muy importantes para acercarnos a Dios y para tener la actitud de levantarnos y reconocer que hemos pecado contra nuestro Padre con la actitud de arrepentirnos y reconducir nuestra vida según su Voluntad.

También nos ocurre como al hermano mayor. Nos  vemos reflejados en él, pues somos todos aquellos que dentro de la Iglesia nos parece que ya somos lo suficiente buenos y no necesitamos conversión. Vamos con frecuencia a misa y somos ya de la casa. Pero, al menor contratiempo perdemos la filiación con nuestro Padre y hasta nos vamos de su Casa. No reconocemos a sus hijos, nuestros hermanos porque la envidia, la soberbia y todos nuestros pecados nos lo impiden.

Por lo tanto, nuestras actitudes necesitan de conversión, tanto cuando suplantamos al hermano menor que cuando actuamos como el hermano mayor. Quien no cambia, por suerte para nosotros, es nuestro Padre del Cielo, que nos quiere profundamente y se olvida de todo lo que le hacemos mirando sólo por nuestra felicidad.