Lc 11, 37-41 |
Iba vestido con una elegancia sublime que le daba un estilo caballeresco
intachable. Impresionaba en cualquier lugar al que llegara. Todo lo que se veía
era de buen gusto y difícilmente inmejorable. Armando lucía su esbeltez y finura
de forma agradable, y a todos les resultaba una buena persona, ya no por su
sola elegancia, sino por su educación y comportamiento.
Pedro, que lo había observado varias veces, ya lo conocía,
pero, le había llamado la atención su forma de hablar, tan medida, tan
correcta, que parecía calculada. Había algo en su sonrisa que no terminaba de
convencerle.
—¿Qué te parece? —dijo Pedro— ese Armando. ¿Es lo que se ve,
o hay segundas intenciones?
—¿Por qué me haces esa pregunta?—replicó Manuel. ¿Acaso
piensas que se esconde tras sus apariencias?
—No digo eso, sino que a veces las personas tienen una
imagen que no se corresponde luego con su propia realidad. ¿No lo crees tú así?
—No todo lo que reluce es oro —apuntó Manuel. Muchos actuamos
delante de los otros de una forma, mirando nuestros intereses. Y, luego, cuando
estamos en nuestra intimidad, con los nuestros, nos comportamos de otra forma.
—Podemos decir que somos una persona en un determinado
ambiente, y otra cuando estamos con los nuestros. ¿Vale esa respuesta?
—Podría ser así. El Evangelio (Lc 11, 37-41) lo deja muy
claro cuando Jesús descubre el pensamiento de aquel fariseo que lo invita a
comer a su casa. Lo verdaderamente importante no es lo que se ve, sino lo que
hay dentro de cada persona. Es en el corazón donde está la verdad de cada ser
humano.
Lavarse las manos antes de comer constituía en tiempos de
Jesús un precepto ritual. Faltar a ello era algo que a un fariseo no se le
podía escapar. Sin embargo, Jesús no le da la más mínima importancia, se
dirige a lo esencial, lo que vive en el interior del ser humano, de donde brota
todo lo que hacemos.