Quizás no nos
damos cuenta de nuestra miseria. Caminamos inundados por la lepra sin saber que
somos leprosos. Leprosos de muchos pecados que se esconden detrás de nuestro
egoísmo, avaricia, odio, venganza y soberbia. Nuestro corazón está leproso de
muchos pecados y si no lo advertimos nunca pediremos al Señor, el único que
puede limpiarnos, que nos limpie.
Posiblemente, peor
que la propia enfermedad es el no darte cuenta de que estás enfermo. Porque, el
pecado no avisa, ni, en muchos casos duele, ni molesta. La avaricia, el afán de
ser fuerte y poderoso lo esconde y sólo el remordimiento de conciencia puede
llevarte a notar cierto malestar que te avise y te des cuenta.
Además, hay
alguien que está empeñado en que no lo notes, ni incluso que te arrepientas. Te
ofrece el mundo y los placeres que se esconden en tu propia carne y pasiones. Y
te invita a que disfrutes y te olvides de todo lo demás. Trata de engañarte y
de que no te des cuenta de que esa felicidad que te ofrece es efímera y de poco
tiempo. Y nunca, por mucho que quiera, será plena.
Es verdad que la
propia enfermedad, que tarde o temprano nos llega, nos acerca a Dios, porque el
dolor y la pobreza nos mueven a buscar a un sanador. Y ese sanador no puede ser
otro sino nuestro Señor y Padre Dios.
Por eso, llegado
ese glorioso momento de darnos cuenta de nuestras propias miserias, pidamos con
confianza que se haga la Voluntad de nuestro Padre Dios sin olvidar que es
nuestro Padre y nos ama con Infinito Amor y Misericordia: «Si
quieres puedes limpiarme».