| Jn 20, 1a. 2-8 |
Servando, uno de los
líderes del grupo, se levantó y, como una veleta al viento y sin rumbo, se echó
a caminar. No tenía ninguna dirección, solo pretendía evadirse del problema. Al
parecer, todo se había terminado.
¿Cuál era el problema? Había
desaparecido el líder y todo se había quedado a medio camino. Ya no tenía
sentido seguir. La ilusión se había derrumbado.
Cansado de caminar y de
pensar, Servando decidió sentarse y tomar algo de agua. Pensó que con un poco
de tranquilidad podía encontrar alguna salida.
Distraído en estos
pensamientos, oyó una voz que le reclamaba su atención.
Servando, con la mirada
perdida y sin darse mucha cuenta, respondió:
La cara de Servando no
podía estar quieta. Miraba para todos los lugares dando la impresión de que
buscaba o esperaba la aparición de alguien.
Eso llamó la atención de
Manuel, que, acercándosele, le preguntó.
Fue entonces cuando
Manuel, impulsado por levantarle el ánimo, le dijo:
—Una tal María Magdalena,
según el evangelio de Juan —capítulo 20—, en el primer día de la semana, echó a
correr y fue donde estaban Simón Pedro y el otro discípulo…
Puso sus ojos en él y,
hablándole con cariño, le dijo:
—El evangelio termina
diciendo: Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado
primero al sepulcro; vio y creyó.
Y mirándole, con los
ojos llenos de esperanza, le invitó a experimentar que nuestra vida está
llamada a seguir adelante y a renovarse constantemente, porque quien ha venido
para salvarnos sigue con nosotros, nunca se ha ido ni se irá hasta darnos vida
eterna en plenitud.
En ese momento, Servando
dejó quieta su mirada. Levantó sus ojos al cielo y su rostro expresaba gozo y
alegría.
Ya no esperaba a nadie; sabía que a quien necesitaba,
estaba a su lado. Y eso le bastaba.