| Mt 15, 29-37 |
—Cuanto más tengo,
mejor —afirmaba Teodoro—. Mejor que sobre, no que falte.
—¿Y los demás?
—dijo uno de la tertulia, asombrado—. No tienen ni para llevarse algo a la
boca.
—¿Cómo que los demás? ¿A
mí qué? ¡Que cada palo aguante su vela! —respondió Teodoro.
—Mi conciencia no me lo
permite —intervino otro—. De lo mío compartiré algo con esa gente. Al menos
mitigaré un poco su hambre.
—Haz lo que te dé la
gana; cada cual es libre de administrar lo suyo —contestó Teodoro, con
indiferencia y una sonrisa maliciosa.
—Me parece muy bien —dijo
Manuel—. Puedes hacer lo que quieras, pero no olvides que siempre será mejor
compartir que guardar.
—¿Cómo dices? —frunció el
ceño Teodoro, con mirada de sorna—. ¿He oído bien?
—No solo bien, sino
correctamente —respondió Manuel. Y, mirándolo con compasión, añadió:
—No son palabras mías,
sino de Jesús. Cuando se dirigió al mar de Galilea, subió al monte y se sentó.
Acudió a Él mucha gente con tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y tantos
otros necesitados. Los ponían a sus pies, y Él los curaba…
—Eso que dices no va
conmigo —replicó Teodoro, algo enfurecido.
—Vaya contigo o no —continuó Manuel—, compartir es
necesario. Sobre todo con los más pobres. Recuerda que algún día puedes ser tú
quien necesite ayuda.
Teodoro enmudeció. Permaneció pensativo, como si algo
le hubiera removido el corazón.
—Además —prosiguió Manuel—, Jesús implicó también a
sus discípulos en la necesidad de aquella muchedumbre. Les pidió poner lo poco
que tenían, sus panes y peces, al servicio de todos.
La cabeza de Teodoro, inclinada casi hasta sus rodillas, dejaba entrever un posible arrepentimiento.
Sí —pensó—, todos somos necesitados… y debemos ayudarnos.