| Lc 19, 41-44 |
El caos reinaba en la ciudad. No había autoridad —o,
si la había, se había perdido—. Mandaban los grupos más fuertes, imponiendo su
ley. Todo era desolación y ruinas.
Eran tiempos convulsos para el pueblo, en los que la
ambición de unos por mandar y el poder acomodaticio de otros se disputaban el
gobierno. Nada podía terminar sino en desastre.
Tanto unos como otros hacían oídos sordos al pequeño
grupo de personas de buena voluntad que, acaudilladas por Ambrosio —un hombre
justo y de paz—, intentaban llevar a la cordura y al razonamiento tratados de
paz.
—Amigos, seamos sensatos
—hablaba Ambrosio a los enfrentados—. Pensemos en las mujeres y los niños, y en
el bien del pueblo.
—Esto no tiene arreglo —respondió el líder de uno de
los bandos—. No hay manera de entenderse con estos orgullosos.
Se hizo un silencio. Del otro lado no llegó ninguna
reacción.
—Hemos decidido que ellos
o nosotros —dijo finalmente el mandamás del bando contrario.
—Pero… eso sería la
guerra y la destrucción —clamó Ambrosio.
—Que sea lo que sea —respondieron ambos líderes,
dispuestos ya al enfrentamiento y a la devastación.
Entonces Ambrosio, de
rodillas y con las manos juntas, elevó sus ojos al cielo y recordó aquel pasaje
evangélico (Lc 19, 41-44), cuando Jesús, al acercarse a Jerusalén, lloró sobre
ella diciendo:
«¡Si reconocieras tú también en este día lo que
conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos…»
Era evidente que la
ceguera había calado hondo. Los oídos estaban cerrados, el odio encendido, y la
confrontación parecía inevitable.
No habían escuchado las
palabras de Ambrosio, que les hablaba de la propuesta pacífica de Jesús: una
sociedad basada en la compasión, capaz de romper la espiral de violencia
mediante el perdón.