| Lc 18, 9-14 |
Erguido, con la cabeza levantada y mirada
complaciente, Onésimo se tenía a sí mismo por admirado y digno de respeto.
Pensaba que todos debían escucharle y obedecerle. Se creía superior, y trataba
con desprecio a quienes le servían.
—Camarero, un cortado largo y agua —ordenó con
voz firme.
Paseaba por la terraza, presumiendo de elegancia
y queriendo llamar la atención. Al no recibir respuesta inmediata, repitió con
tono más autoritario:
—¿No me ha oído, camarero? ¿Tengo que
repetírselo dos veces?
Santiago, el camarero, lo había escuchado, pero
atendía a otros dos clientes. Enseguida se acercó:
—Buenos días, señor. Le he oído y le sirvo lo
antes posible. Pero no me parece bien su forma de exigir. No está usted solo.
—No todos somos iguales. ¿Acaso no se nota?
—replicó Onésimo, molesto.
Manuel, testigo de la escena, observó la
arrogancia del hombre y se levantó para intervenir:
—Señor, esos no son modales. A nadie se le niega
el servicio, solo hace falta esperar. Usted no es más que los demás.
—¿Y quién es usted para meterse donde no le
llaman? —dijo Onésimo con desprecio.
—Un cliente, amigo de Santiago y alguien que no
puede callar ante una falta de respeto. Las categorías que usted invoca solo
existen ante los hombres. Ante Dios todos somos iguales. Jesús lo dice
claramente (Lc 18,9-14): quien se enaltece será humillado, y quien se humilla
será enaltecido.
Onésimo guardó silencio. Notó las miradas de los
presentes y sintió, por primera vez, un leve rubor. Algo dentro de él le
susurró que no tenía razón.
Hay personas que, como el fariseo de la
parábola, se consideran mejores que los demás y desprecian a quienes juzgan
inferiores. Así, con el corazón inflado, se acercan a Dios, pero en su oración
no hay gratitud ni humildad, solo autosatisfacción. En tales oraciones, Dios no
tiene nada que escuchar.
El publicano, en cambio, se reconoce pecador y
necesitado de misericordia. No se compara con nadie; se presenta ante Dios
confiando en su perdón.