Lc 18, 35 - 43 |
Ocurre que no echamos de menos la luz, o nos descubrimos presente en la luz. De una u otra forma y en esas circunstancias, la luz no nos hace falta. Es, entonces, cuando estamos ciegos. No vemos lo que trasciende más allá de nuestros ojos. Nos quedamos con las cosas de aquí abajo. Nos vemos finitos, caducos, y consumismo cosas finitas.
Pasa la luz delante de nosotros, pero no la vemos. Incluso mandamos a callar a quien la vez y grita alborozado, desesperado porque no se le escape la oportunidad de ver. Estamos tan ciegos que nos acostumbramos a no ver, a permanecer en la oscuridad, en la ceguera. Y ya tomamos el no ver como normal. Confundimos lo normal con lo corriente; la oscuridad con la luz.
Sin embargo, aquel que quiere ver intuye que el que pasa se la puede dar. Y no lo duda, ¡grita y grita!, a pesar de que le intimidan y le manda a callar. Pero él no hace caso. Está convencido de que puede ser iluminado y ver de nuevo. Y así lo pide. ¡Qué gran confianza!
Y la fe y la confianza dan su fruto. JESÚS responde a su súplicas, y le complace con lo que pide: "Recobra la vista, tu fe te ha curado".
¿Es mi fe así? ¿Creo que JESÚS puede curar mi ceguera?
Esa es la pregunta que el Evangelio nos interpela hoy.
Y la respuesta depende de nosotros. Roguemos,
pues, al ESPÍRITU que nos guía, que
nuestra mente se abra y,
como Bartimeo,
pidamos ver. Amén.