No es María una
criatura más, es la Madre, la elegida y, por tanto, «la
llena de Gracia». Desde su concepción fue elegida por Dios
para ser la Madre de su Hijo, el Mesías prometido, y para ello, fue concebida
sin pecado original. Llena de Gracia desde el primer instante.
Y no podía ser de
otra manera. La Madre del Redentor tendría que estar limpia, llena de Gracia, y
sin pecado. No se podría entender que la Madre del Redentor estuviese manchada
por el pecado. De sentido común que la Madre fuese limpia, limpia de toda duda,
de toda mancha y dispuesta a la Voluntad de Dios.
Por eso, María nos
enseña el camino hacia su Hijo: primero creyó en su Palabra. Fue su primera
discípula y, como tal, esperó, pues quien cree espera. María no desesperó, al
contrario siempre mantuvo una actitud de espera. Y, al mismo tiempo acepta los
acontecimientos que se van sucediendo en su vida. Confía, fortalece su fe en esa
confianza que la anima a estar disponible, abierta al servicio.
Es evidente, María nos enseña el camino en ese Adviento de espera. Es la Inmaculada, la Madre que con su vida ejemplar nos lleva a la presencia de su Hijo, nuestro Mesías y Salvador.