miércoles, 26 de febrero de 2020

AYUNOS - LIMOSNA- ORACIÓN

Resultado de imagen de Mt 6,1-6.16-18
Entramos en la Cuaresma, tiempo de penitencia que nos conviene y nos viene bien. Bien porque nunca está de más prepararnos y fortalecernos contra las tentaciones de nuestro particular desierto. Porque, ¿no es un desierto el mundo, nuestro particular ambiente social donde nos movemos? Nos enfrentamos a una batalla cada día. Una batalla contra las comodidades; una batalla contra nuestros hábitos, confort y pasiones; una batalla contra la indiferencia respecto a los demás, sus problemas, enfermedades y sufrimientos. Realmente, ¿amamos a los demás?

Este tiempo nos puede servir para prepararnos y movernos en otra dinámica. ¿Qué cuesta? Indudablemente. Jesús no lo pasó bien en el desierto. Esos cuarentas días, que significa el tiempo necesario para prepararnos, fortalecernos y liberarnos de las tentaciones y abrirnos al Espíritu Santo, son un tiempo que también nosotros necesitamos para prepararnos durante el año litúrgico hasta llegar otra vez a la Cuaresma. Porque, el camino cuaresmal no se limita a la propia temporalidad de la Cuaresma, sino al camino continúo y perenne por nuestro propio desierto de cada día.

Porque, cada día que te levantas empiezas una nueva batalla. Una batalla de tus egoísmos, pasiones y satisfacciones que tratan de alejarte de aquellos otros que sufren, que padecen y que experimentan que sus vidas están amenazadas por el odio, la imposición y el afán de poder de otros. Sobre todo por el desamor de los que se encierran en sí mismos y sólo piensan en ellos satisfaciendo sus egoísmos, pasiones y escondiendo el amor que anida en sus corazones al experimentarse sometidos por el pecado.

Sólo el amor puede arreglar los enfrentamientos y las luchas fratricidas en este mundo, porque, los hombres no se sienten hermanos e hijos de un mismo Padre. Sólo el amor que el Padre nos da ofreciéndonos la promesa de, por su Misericordia Infinita, compartir su Gloria Eterna con nosotros, nos puede llevar a esa Vida Eterna a la que verdaderamente estamos llamados.