Es evidente que
nadie está exento de pecado. ¿Quién se atreve a levantar la mano considerándose
libre de pecado? Aquella pregunta de Jesús fue demoledora. Bien es verdad que
hay muchos que, esclavizados de sus pasiones, se atreven a tirar la piedra.
Pero, aquella gente pecadora, como todos, ante la mirada de Jesús, llena de
bondad y ternura, no pudieron evitar verse retratados. Tal como menciona el Evangelio, al
observarse a sí mismos, comenzaron a retirarse, empezando por los de mayor
edad.
Quizás a nosotros nos sucede lo
mismo, vemos nuestro rostro contaminado por el pecado, pero nos mantenemos en
esa situación. Nos somos capaces de mirarnos, de escudriñar en nuestras propias
conciencias, y permanecemos en la caída. Posiblemente, nos falta el arresto de
levantarnos, tal como hizo aquel hijo pródigo, y regresar a la Casa de nuestro
Padre.
Pero, sobre todo, porque no somos capaces de mantener nuestra mirada con la de Jesús, el Señor. Su mirada nos limpia, nos fortalece y nos desata de la fuerza del pecado liberándonos de su esclavitud y sometimiento. Necesitamos reconciliarnos con el Señor a través del Sacramento de la reconciliación. Él lo ha instaurado para que podamos levantarnos y fortalecernos con su Gracia. En Él encontraremos las fuerzas para levantarnos y regresar a la Casa del Padre.