Es evidente que
María se ha planteado seriamente un cambio profundo en su vida. Y es tan evidente
que la muerte de Jesús le impacta y la deja muy lastimada. Ella había puesto
todas sus esperanzas en Jesús. Su vida había dado un cambio pleno hasta el
punto que era otra y otra su manera de comportarse y de vivir desde el
encuentro con Jesús. Y, ahora, todo se había venido abajo. No se resignaba a
aceptarlo.
Y esa inquietud y
esperanza puesta en el Señor la inquieta hasta el punto de salir de madrugada, a
oscuras todavía, en busca del sepulcro de Jesús. Quiere rendirle alabanza,
adoración y ponerle flores en su sepulcro. Quizás en lo más profundo de su corazón
no acepta su muerte ni se resigna a perderlo. Sufre y llora por su ausencia y
quiere estar a su lado, al menos del sepulcro.
Y su corazón se
sobresalta, ve la loza quitada del sepulcro y asustada echa a correr y va a
donde está Simón Pedro y Juan, y les avisa de que se han llevado al Señor. Está
preocupada, triste y llorosa. Y sucede lo que estaba ya escrito y profetizado: «al
tercer día resucitó».
María Magdalena es
la primera testigo, es la portadora de la Buena Noticia: ¡Jesús Vive y ha
Resucitado! Pero, antes ha salido en su búsqueda. Quizás ignorante de lo que
buscaba, pero inquieta y en actitud de búsqueda. Eso nos puede interpelar a
nosotros también: ¿Cuál es mi actitud ante la presencia del Señor en mi vida?
¿Realmente le busco, trato de escucharle, de darme cuenta de su presencia en mi
vida? ¿Creo verdaderamente que ha Resucitado? ¿Le sigo con todas sus
consecuencias y trato de responderle poniendo mi vida en sus manos?
Estas y otras preguntas pueden servirnos para calibrar nuestra fe y situarnos en la actitud, como María Magdalena, de buscar y encontrarnos con el Señor Resucitado.