Es evidente que no
vemos al Señor, más todavía cuando nos metemos en nuestras propias cuevas que
originan nuestros miedos, nuestras desconfianzas, nuestras dudas. Y, por
supuesto, quedamos cegados por las tormentas y tempestades que originan nuestros
propios miedos, dudas y desconfianzas. Quizás permanecemos en nuestras cuevas y
no nos atrevemos a salir. Desconfiamos y pensamos que el Señor no está, se ha
ido y nos ha abandonado.
¿Qué hacemos? ¿Es
el mundo nuestra solución y esperanza? Sabemos ciertamente que no. Al final del
camino conocemos muy bien, por mucho que queramos mirar para otro lado, el
destino que nos espera. Y eso no es nada bueno ni esperanzador. La muerte, si
no está aceptada y fundamentada en Xto. Jesús, Resucitado, no es Vida. El Señor
nos lo ha dicho – Jn 11, 19-27 – quien cree en Él vivirá eternamente.
Somos consciente
de todo lo que sucede a nuestro derredor. Incluso dentro de nuestra propia
Iglesia. Hay muchas tormentas, huracanes, decepciones, escándalos, injusticias
y un largo etcétera que nos invitan a permanecer pasivos en nuestras cuevas sin
atrevernos a salir. Sin embargo, el Señor nos espera afuera, en la brisa suave
de nuestra esperanza, de nuestra confianza y de nuestro paso al frente confiado
y puesto en sus manos.
Experimentamos
muchas dificultades en nuestras propias relaciones y afectos y nos sentimos
impotentes, pequeños, incapaces de descubrir la presencia del Señor. Buscamos
la bonanza y no nos damos cuenta de que Dios se nos presenta en las propias
tormentas de nuestras vidas. Porque, precisamente, es ahí donde necesariamente
tenemos que desempolvar nuestro corazón y sacar todo el amor del que somos
capaz. Porque, solo amando descubriremos la presencia de Dios que nos espera en
el otro. ¿Es que no recuerdas que el primer mandamiento que nos puso Jesús fue
amar a Dios y al prójimo?