miércoles, 19 de noviembre de 2025

ENTREGAR TUS TALENTOS

Lc 19, 11-28

    La cosecha era espléndida. Los frutos brillaban por su madurez y buen color; casi se comían con la vista, como si revelaran un orgullo silencioso por tanta dedicación. 

   Andrés, el agricultor principal, llevaba en el rostro una sonrisa ancha, de esas que nacen del trabajo bien hecho. Había costado esfuerzo, pero valía la pena: todos habían dado lo mejor, sin guardarse nada.

   Cuando llegó el dueño, anunció una fiesta. La noticia recorrió la finca como un viento alegre. El salón se engalanó para el ágape y muchos esperaban recibir felicitaciones… incluso algún reconocimiento especial.

    El día señalado amaneció bullicioso. Saludaban, brindaban, se abrazaban. La cosecha había salido tan bien que la alegría parecía brotar sola.

    —¿Dónde anda Fernando? —preguntó Andrés.
    —Hace un momento estaba aquí —respondió uno del equipo.
    —Búsquenlo. Necesito hablar con él.

    Pero Fernando no aparecía. Esa ausencia, en un día tan señalado, inquietó a Andrés.
   ¿Por qué se esconde?, pensó.

   El salón estaba repleto cuando irrumpió el dueño, recibido por aplausos luminosos. 
   
   Él pidió silencio con un gesto suave.
   —¿Qué puedo decir? —comenzó—. Gracias. Su trabajo ha sido admirable.

   Una ovación lo envolvió.
   —Quisiera premiar su entrega, su generosidad —continuó—. Mucho han dado… y mucho han hecho fructificar.
   —Antes de partir, confié a tres de ustedes mi poder para negociar. Hoy quiero ver lo que ha dado de sí.
   Se adelantó el primero:
   —Señor, tu poder ha producido cinco nuevas tierras.
   —Bien, obrero bueno. Administrarás esas nuevas tierras.
   El segundo:
   —Tu poder ha generado tres más.
   —Bien, obrero bueno. También las administrarás.
    Llamaron al tercero… pero nadie respondió.

    El dueño se disponía a hablar cuando apareció Fernando por la última puerta del salón.
    Su entrada sorprendió a todos.

    —Perdone mi irrupción… Sé que me buscaban. Me escondí. Tuve miedo de perder el poder que me dio para negociar. Conociendo su exigencia, me paralicé.
El dueño lo miró sin dureza, pero con claridad:
   —¿Y sabiendo eso no lo pusiste siquiera a renta? ¿Ni un mínimo paso para que, al volver, pudiera recoger algo?

    Pidió que trajeran una Biblia y leyó en voz alta Lc 19, 11-28. Luego añadió:
    —Parece que tú eres ese obrero que, temiendo arriesgar, acabó perdiéndolo todo.

    Y ordenó:
    —Quítenle el poder y entréguenselo al que obtuvo cinco tierras.

    El silencio ocupó la sala.

   —Al que tiene se le dará —remató el dueño—, pero al que no tiene se le quitará incluso lo que cree tener.

    Y todos comprendieron que quien no pone al servicio de los demás los talentos recibidos, termina por perderlos.