| Lc 16, 1-8 |
El día barruntaba lluvia y la oscuridad envolvía la
tarde aciaga para Florentino. Le había llegado la noticia de que las cuentas de la empresa donde trabajaba no
estaban claras.
Su corazón estaba tan oscuro como el día que vivía,
y sus pensamientos buscaban la luz que le alumbrara la salida de aquella
tenebrosa incertidumbre.
Sabía con certeza que las cuentas no cuadraban: había
derrochado dinero que no era suyo.
Con toda seguridad —pensó—, seré despedido. ¿Qué
podré hacer para encontrar un medio de vida?
Buscaba soluciones que le permitiesen sostenerse una
vez fuera del cargo de administrador. Decidió dar un paseo y poner a trabajar
su mente.
Llevaba un largo rato caminando cuando le vino la idea de favorecer a algunos
clientes de, todavía, su empresa, con la esperanza de obtener algún favor
futuro que le asegurara cierta comodidad.
Con esa idea en su mente, regresó a la empresa y,
desde su despacho, llamó apresuradamente a ciertos clientes, de los más
acaudalados, proponiéndoles modificar sus últimas compras con el fin de sacar
suculentos beneficios. Así podría ganarse su simpatía y asegurarse algún apoyo
cuando quedase sin trabajo.
Paralelamente a esa historia, en la tertulia, Manuel
hablaba de la astucia que muchos muestran para solucionar sus problemas,
presentando propuestas atractivas y seductoras que llaman la atención de la
gente. Mientras tanto —decía—, los cristianos no siempre nos empeñamos en
buscar caminos nuevos para anunciar la Buena Noticia de Jesús.
—Todos nosotros —decía Manuel— sabemos encontrar
soluciones cuando se trata de nuestros asuntos. Pero, ¿hacemos lo mismo con
nuestro compromiso de anunciar el Amor y la Misericordia de nuestro Padre Dios?
Hizo una pausa. Miró a los tertulianos y a algunos
clientes que, sorprendidos, escuchaban desde la terraza.
—Estamos necesitados de imaginación al anunciar el
Evangelio, y de creatividad al hacerlo visible. No podemos permitir que Jesús,
nuestro Señor, siga siendo un desconocido para tantas personas.
En Lc 16, 1-8, el mismo Jesús elogia la
astucia del administrador injusto: no su trampa, sino su inteligencia para
asegurar el futuro. Así también nosotros deberíamos poner esa misma sagacidad
al servicio del Reino.
Una atmósfera de luz, a pesar de la oscuridad de
aquella tarde, envolvió a los presentes. Reconocían que los hijos de este mundo
son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz.
Evidentemente, no hay espacio para la pereza ni para
esperar un milagro del cielo que haga llegar el mensaje de Jesús sin nuestro
esfuerzo.
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