Lc 11, 29-32 |
—Al
parecer, son muchos los que se toman la ley por su mano. Y eso es malo para
todos.
—Y por mucho que les diga —dijo Julián—, no
hacen caso. Les importa un bledo.
—Hay muchos —comentó Manuel— que van por libre.
Tratan de vivir y cumplir las normas que les interesan y no hacen caso de lo
demás. Si pueden saltársela, lo hacen sin tener en cuenta los daños que puedan
causar a otros.
—Da la sensación —intervino uno de la tertulia— de
que solo dan valor a su propia palabra. Por mucho que les predique y le diga
sobre el respeto a las leyes, se niegan, y hasta llegan a reírse de los que
cumplen.
—No es un problema de este tiempo, ya ha
ocurrido en la antigüedad —dijo Manuel. Si miramos en el Evangelio (Lc 11,
29-32) observamos que, si bien el pueblo de Nínive se convirtió con la
predicación de Jonás, la generación del tiempo de Jesús pidió un signo y se resistieron
a escucharle.
—Así es —respondió Jacinto. Se cierran a la
escucha de la Palabra de Jesús y no se dan cuenta de quién les habla.
—Por desgracia —replicó Manuel— sucede eso.
Con Jesús —que es más que Jonás— llega la
Palabra de Dios, ahora palabra de perdón y compasión, junto a gestos de curación
y liberación, que suscitan admiración de las gentes. Pero esa voz procede de un
hombre inerme, de la Galilea de los gentiles, pobre e itinerante, como ha sido
llamado por algún teólogo reciente.
¿Podremos creer también nosotros que la
salvación nos alcanza desde los márgenes, desde la debilidad y no desde el
poder, desde la compasión y no desde la amenaza… desde el corazón mismo de Dios?
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