Lc 8, 16-18 |
El
día estaba encapotado y amenazaba lluvia. Fernando, aunque preveía que podía
llover en cualquier momento, no tomó un paraguas. Confiaba en la
providencia. Sin embargo, sus cálculos fallaron. A medio camino apareció
impetuosa la amenazante lluvia y, sin pensarlo, se refugió bajo la pérgola de
una terraza.
—Ha
tenido usted suerte —dijo Pedro con voz complaciente y agradable.
—Sí
—respondió Fernando con un gesto de agradecimiento.
—La
tempestad no avisa —intervino Manuel— y es una imprudencia no estar preparado.
Ambos amigos llevaban un tiempo en su terraza favorita deleitando su buen café. Se habían refugiado intuyendo que el cielo derramaría pronto cataratas de agua, que, por otra parte, agradecería el campo.
—Confieso
—dijo Fernando— que he pecado de imprudente. Preveía que podía llover, la
oscuridad del día lo revelaba, pero no le di la importancia debida. Y, menos
mal, que he tenido esta oportunidad de refugio a mano.
—Sí,
se ha librado de un buen chaparrón —apuntó Pedro.
—De
cada ocasión que vivimos en esta vida —comentó Manuel— podemos sacar hermosas y
positivas lecciones. Sobre todo si leemos donde podamos encontrar luz. En Lc
8, 19-21 se nos dice que la luz es para ponerla en lugar que alumbre y que
todos la vean. Tratar de ocultarla sería cerrarnos los ojos y quedar a merced
de la tempestad.
—Tiene
usted mucha razón —respondió Fernando—. Precisamente eso me acaba de suceder.
Cerré los ojos a la realidad, algo así como no dejarme alumbrar, y… ya ven, he
sido sorprendido.
—El
mal abunda en los callejones oscuros y se oculta en la negrura de la noche,
donde se labran tramas y se conciben corrupciones. El Evangelio proyecta la luz
de la alegría y la verdad sobre las nieblas de la realidad. Todo queda
descubierto ante la atenta mirada de amor y misericordia de Dios. Esa es la luz
que nos corresponde poner en lo alto, para que ilumine las situaciones humanas,
desenmascarando tretas y trampas, y poniendo concordia y paz.
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