Nunca quedamos satisfecho ni aceptamos la corrección. Nos duele quedar por debajo de quien nos ha corregido y buscamos alguna justificación que nos deje en nuestro lugar, aquel que nosotros creemos y nuestro orgullo y soberbia nos señala. Así ocurrió con aquel fariseo del que sólo sabemos su nombre - Simón - porque Jesús lo dice al referirse a él.
Estaba deseoso de invitar a Jesús a comer y entrando en su casa y recostado a la mesa una mujer... La historia que sigue la sabemos y la podemos leer en el Evangelio - Lc 7, 36-50 - para refrescar lo sucedido. Supongo que a nosotros nos ha sucedido algo parecido y, pensando mal de una persona nos damos cuenta que después no era lo que pensábamos. Cuántas veces nos equivocamos a suponer conductas y actuaciones de otros sin tener juicios suficientes o, teniéndolos, evadimos nuestras propias actuaciones que inciden en el error o pecado de otros.
Estamos inclinados al juicio sobre el otro, sobre todo a descubrir sus errores, sus faltas, sus pecados y a considerarnos nosotros mejores. Sin embargo, no revisamos nuestras actuaciones ni nuestras formas de proceder. Permanecemos instalados en nuestras comodidades y cumplimientos que alteramos según nos convenga y nos parezca. Creamos nuestra propia ley de conducta interna y el amor es algo que utilizamos para nuestros intereses y egoísmos.
Es meritorio destacar la respuesta de Jesús al hacernos caer en la cuenta que cuanto más es tu amor más es la misericordia que recibes para el perdón de tus pecados. Y me hace caer en la cuenta del Padrenuestro, porque, en la medida que perdone, es decir, que ame, también serán perdonados mis pecados.
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