No hay otra
cuestión sino la de nuestra propia naturaleza egoísta y posesiva. Creemos que
somos más fuertes y poderosos en la medida que tenemos más poder y más bienes.
Creemos que nuestra valía se mide por la medida de nuestras fuerzas, poder y
riquezas, y, ensimismados y cegados por esa creencia hacemos de nuestra vida un
camino de egoísmos y soberbias.
Y nos equivocamos
plenamente. Detrás de todo eso no hay sino vacío, tristeza y perdición. No es
menester adentrarnos en explicarlo, la experiencia, nuestra propia experiencia
nos lo demuestra. La felicidad que buscamos no se encuentra en las cosas de
este mundo, ni tampoco en el poder, la fuerza y la riqueza. Simplemente, está
en el amor. Ese amor que seamos capaces de dar en nuestra diaria relación con
los demás.
Y para dar amor hay primero que recibirlo. Porque, nosotros somos mezcla de pecados, causas de nuestras propias inclinaciones, y amor, por la Gracia y semejanza con nuestro Creador, nuestro Padre Dios. En consecuencia, sólo podremos recibir amor del que es precisamente Amor, nuestro Padre Dios. Y eso nos deja meridianamente claro que sólo estando en Él podemos amar. Y para estar en Él necesitamos dejar todo lo demás, o, mejor, ponerlo siempre en función de nuestra relación con Él. Eso nos lleva por el mismo camino que Él recorrió: un camino que termina en cruz.
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