La vida es un
camino, dentro de este mundo – espacio y tiempo – donde el sufrimiento es parte
de este. No hay, pues, tiempo ni espacio sin pesares, sin dolor y sufrimiento.
Precisamente, Jesús, nuestro Señor no ha venido para librarnos del dolor, sino
para darle sentido.
El dolor es parte
de nuestra vida. Nacemos ya desde el principio con dolor y sufrimiento desde el
vientre de nuestras madres. Y llegar a este mundo nos cuesta – parto – sudor y
sangre. Cuando no muerte y pesares. Y, luego, cada cual seguirá su camino
aceptando y padeciendo sus propios pesares y gozando de sus propias felicidades.
Ese es el camino que se nos presenta con nuestras penas y alegrías. Y hasta que
no sepamos asumirlas y aceptarlas haciéndolas nuestras y cargándolas – cruz –
no daremos con el verdadero Camino, Verdad y Vida.
La clave es saberlas
asumir, aceptar y darle sentido. Un sentido de esperanza y de gozo eterno en el
Señor Jesús. Es ahí donde entra la fe y la esperanza en Dios, nuestro Padre. Y
es ahí donde se fragua nuestro verdadero encuentro con el Señor, su Pasión y su
Cruz, y dónde realmente empezamos a cargar con la nuestra, correspondiendo al
Infinito Amor que recibimos de la cargada por Él para salvarnos a nosotros.
Es precisamente ahí donde se esconde esas bienaventuranzas de las que hoy, en el Evangelio, nos habla Jesús. Unas bienaventuranzas que mientras no las hagamos nuestras propias no estaremos posibilitando un encuentro con nuestro Señor. Porque, todo pasa por ahí, reconocer y darnos cuenta de que también nosotros tenemos que tomar nuestra cruz y, con y por su Gracia, padecer y subir a nuestro propio Calvario.
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