La fama de Juan había
llegado hasta Jerusalén, y, precisamente, de allí vienen a preguntarle si él es
realmente el enviado, el Profeta prometido y esperado. La respuesta de Juan no
deja lugar a duda
Ante las preguntas
que previamente le habían hecho: «¿Quién eres tú?». El confesó, y no negó;
confesó: «Yo no soy el Cristo». Y le preguntaron: «¿Qué, pues? ¿Eres tú
Elías?». Él dijo: «No lo soy». «¿Eres tú el profeta?». Respondió: «No».
Entonces le dijeron: «¿Quién eres, pues, para que demos respuesta a los que nos
han enviado? ¿Qué dices de ti mismo?: «Yo soy voz del que clama en el
desierto: Rectificad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías».
Juan cumple con su
destino. Viene a allanar y preparar el camino al Señor. Él trae con su palabra
ese aire fresco que suscita esperanza de un mundo nuevo; un mundo de amor y
misericordia; un mundo de justicia, amor y paz. Una conversión para dejarnos
llenar del amor de Dios y de su misericordia infinita. Un arrepentimiento de
todo lo que nos suscita el mundo, demonio y carne, y nos invade de un felicidad
caduca, engañosa que pasa y nos deja vacío.
Una Palabra a la que nos invita Juan a seguir, escuchar y dejar entrar en nuestro corazón. Una Palabra que nos señala porque es Él el único y verdadero Camino, Verdad y Vida.
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