La realidad es
indiscutible. Hay una luz interior que te hace distinguir – sin lugar a duda – lo
bueno de lo malo. Con tu crecimiento y desarrollo natural, aparte de tu cuerpo,
crece y se desarrolla también tu capacidad de raciocinio. Luego, llega el instante
en el que tú empiezas también a distinguir el bien del mal; lo bueno de lo
malo; donde está la verdad y la mentira; lo justo de lo injusto.
Lo justifica esa Luz
que, desde el instante de tu concepción, Dios ha puesto en tu corazón. El
Espíritu de Dios ha soplado sobre ti y te ha dejado la impronta de su ternura,
bondad y compasión sellada en tu corazón. Y desde ese instante, por la acción
del Espíritu Santo – que recibes en la hora de tu bautismo – empiezas a ver, a
tener compasión y a dar testimonio de la Buena Noticia. ¡Claro, todo si abres
tu corazón al Espíritu Santo!
Es evidente que
por todos nuestros actos y obras nada mereceremos. Nunca llegaremos a merecer
la entrada en el Reino, que Dios, nuestro Padre, nos regala. En otras palabras,
el Reino de Dios es un regalo gratuito por el Infinito Amor Misericordioso que
Dios no tiene y nos regala. Todo independientemente de lo que podamos aportar
nosotros.
Sin embargo, de alguna manera todo dependerá, aunque no lo merezcamos, de que reconozcamos ese regalo inmenso de Dios y nos convirtamos por la fe en hacer y vivir según su Palabra. Así de sencillo, pero así de complicado y difícil, por lo que estamos infinitamente necesitados de su asistencia; de su acción y guía. Para y por eso lo recibimos en el instante de nuestro Bautismo: ¡Ven Espíritu Santo e invade nuestra vida de tu fortaleza y tu acción!
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