Es evidente que la
vida trae muchas tentaciones. Podríamos decir que la vida, de por sí, es ya una
tentación a la esperanza y fe, o a la resignación caduca a este mundo y su
contenido: poder, riqueza, placer, vanidad, venganza, odio, vanagloria, afanes …etc.
Jesús, Dios
encarnado en Naturaleza Humana, no escapa a esas tentaciones. Su Naturaleza
humana – aunque no herida por el pecado – está también sometida a la prueba de
la tentación. El desierto representa ese camino donde Jesús es tentado por el
demonio. Tentado a poner en las cosas materiales – tal es el pan – el objetivo
y afán de su vida. A someterse – tras conseguir poder - a dejarse
dominar por otro, o a la exigencia de exigir pruebas que afirmen la seguridad y
el Amor Misericordioso del Padre.
También nosotros nos
sentimos muy inclinados a esas tentaciones dejándonos arrastrar por una vida
banal y superficial sometidas a las satisfacciones y pasiones. O inclinados al
poder sobre los demás para satisfacer mis intereses y mi dominio. Y, por último,
a la seguridad de exigir pruebas que demuestren que mi Padre del Cielo está
ahí, me ama con infinita misericordia.
¿Cuántas veces nos hemos visto retratados en esas tentaciones? Posiblemente muchas, al menos yo lo confieso. Pero, es que además siguen vigente y en constante asedio, manifestándose de muchas formas y escondidas tras muchas apariencias y disfrazadas de verdad. De ahí la necesidad de mantenernos en guardia fortalecidos por los Sacramentos: reconciliación y Eucaristía.
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