¡Señor
mío y Dios mío!, proclamó Tomás cuando metió su dedo en las llagas de Jesús. Y,
también yo, sin llegar a eso, pero por su Gracia, hoy, más de veinte siglos
después digo lo mismo en cada Eucaristía. Y lo digo consciente de que el Señor
está presente, bajo las especies de pan y vino, en la epíclesis eucarística.
Cuando
veo a personas débiles, enfermas o pobres, trato de imaginarme que Jesús, el
Señor, también dio su vida por ellos. Y eso me ayuda a tratar de amarlos, de tenerlo
en cuenta y de darles el valor y la importancia que les ha dado el Señor dando
su Vida también por ellos.
Su Pasión
fue, y sigue siendo en cada ofrecimiento eucarístico, un darse plenamente en
amor y misericordia para nuestra salvación. Salvación que se concreta en darnos
la plena felicidad eterna. Y es eso, precisamente, lo que toda persona siente,
desea y experimenta en su vida.
Cuando
algunos se preguntan por la existencia de Dios, y muchos llegamos incluso a
dudar. Tomás, uno de sus discípulos dudó, ¿No nos basta con experimentar ese
deseo de felicidad eterna que queremos y buscamos afanosamente, y que sólo en
el Señor llegamos a encontrar y satisfacer? ¿No experimentamos que cuando
amamos en clave del Señor, sentimos gozo y felicidad eterna?
Porque,
esa felicidad que tanto anhelamos desde nuestro interior, se encuentra en Jesús.
Su Palabra y su Amor Misericordioso nos lo demuestran, y la entrega de su Vida,
nos rescata esa dignidad perdida por el pecado, para, en Él, ser hijos de Dios.
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