jueves, 13 de noviembre de 2025

EN MEDIO DE NOSOTROS

Lc 17, 20-25

   Reflexionaba sentado en la terraza. Sus pensamientos se detuvieron cuando sus labios pronunciaron lentamente:

     «Venga a nosotros tu Reino».

 

    «¿Sabemos realmente lo que decimos?» —se preguntó.

 

   Aquel pensamiento llenó plenamente el corazón de Manuel. Movió la cabeza, como si quisiera encontrar a su alrededor la presencia del Señor.

   «¿Cuándo vendrá su Reino?» —se dijo, sintiendo un gozo interior que se reflejó en una suave sonrisa.

 

    Manuel solía buscar en aquella terraza sus momentos más hondos de silencio. Era un lugar donde su alma se abría para dejarse iluminar por el Espíritu Santo. Tenía la certeza de que ese impulso interior no nacía de él mismo, sino que era una insinuación de Dios.

 

    —Buenos días —lo interrumpió Pedro, que acababa de llegar—. ¿Qué tal anda el señor?

    Al ver a Manuel ensimismado, añadió:

    —¿Reflexionando otra vez?

    —Estaba pensando cuándo será ese momento culminante y hermoso en el que se establezca el Reino de Dios —respondió Manuel.

  —Supongo que será de repente… o cuando este mundo se destruya —dijo Pedro encogiéndose de hombros—. En realidad, no lo sé.

   —En Lucas 17, 20-25 dice que el Reino de Dios está en medio de nosotros —afirmó Manuel.

Levantó suavemente la mirada hacia el cielo y añadió:

    —Creo que Jesús ha venido de forma sencilla, pobre, casi sin que nos diéramos cuenta.

   —Pero… el mundo lo ha ignorado —exclamó Pedro con cierto ímpetu—. Bueno… muchos —corrigió con una sonrisa más serena.

 

    Se hizo un silencio que abría interrogantes dentro de los dos.

 

    Manuel respiró hondo, como quien está a punto de pronunciar algo esencial:

 

    —Dios respeta nuestra libertad. Somos nosotros quienes debemos responder.
Creer en Él… o seguir nuestro propio camino.

    Dios no fuerza a nadie. Se ata las manos ante nuestras decisiones.

    La libertad es un regalo… pero también una responsabilidad.

 

  Algunos compañeros que habían llegado a la terraza habían escuchado sus palabras. Se quedó un silencio notable. Todos comprendieron que la vida hay que aprovecharla, y que el final puede llegar en cualquier momento.


    El Reino está aquí.

    La pregunta es: ¿Lo dejamos entrar?

miércoles, 12 de noviembre de 2025

AGRADECIDO

Lc 17, 11-19

   El barrio estaba alarmado, se sentían inseguros y les aterraba la idea de sufrir acoso, o amenazas. Desde el atardecer y cuanto más ganaba terreno a la luz la oscuridad, el barrio parecía dormirse. Nadie se atrevía a salir a la calle.

     Aquella noche, sobre las veintiuna horas, Sebastián, uno de los miembros del barrio, se atrevió a salir a la calle. Se había propuesto acabar con ese miedo.

    «Así no se puede vivir» — pensó. «Prefiero largarme o incluso la muerte.» «Esta forma de vida es insoportable y hay que plantarle cara o morir».

   La gente del barrio, sobre todo la asociación de vecinos, se había planteado enfrentarse a esos macarras que vivían de las sustracciones que sacaban del barrio y del dinero que les robaban a los más asustados. Pero nunca se habían decidido a tomar medidas. Nadie daba el primer paso.

    Hoy, Sebastián, sin saber cómo, estaba en la calle dispuesto a enfrentarse. Experimentó una fuerza interior que le impulsó a retar a todos esos rateros.

    Paseaba por las calles de forma segura, desafiante, sin reflejar miedo. Su actitud firme y decidida hablaba por sí sola.

   «Estoy en mi barrio y tengo derecho a vivir en paz, sin amenazas ni hurtos» —Pensaba mientras avanzaba con paso seguro. En frente había un grupo de salteadores que se disponían a desvalijar a Sebastián y a ponerlo como muestra para todo el barrio.

   En esos momentos sucedió algo inesperado. Varios vecinos, impresionados por la valentía de Sebastián, salieron a la calle. A la vuelta de la esquina se le unieron y los del grupo amenazador empezaron a recular.

    En pocos minutos había desaparecido. El barrio había conseguido vencer al miedo y enfrentarse a los malhechores. Estos, observando la fortaleza del barrio, decidieron retirarse.

   Hubo fiesta y celebraciones. El barrio entero se echó a la calle y hasta la policía, algo sorprendida, hizo presencia.

   Mientras, solo una persona se había acercado a Sebastián para felicitarle y darle las gracias por su valentía y decisión. Casualmente, era uno que no pertenecía al barrio. Simplemente, pasaba unos días en casa de unos familiares.

    Aquella noche, a la hora de retirarse a descansar, sentado en su cama, Sebastián abrió su biblia y leyó: (Lc 17, 11-19):

   Una vez, yendo Jesús camino de Jerusalén, pasaba entre Samaría y Galilea. Cuando iba a entrar en una ciudad, vinieron a su encuentro diez hombres leprosos, que se pararon a lo lejos y a gritos le decían: «Jesús, maestro, ten compasión …».

    La gente del barrio entendía que había recibido algo que les pertenecía.

  Sin embargo, ninguno había dado un paso hacia delante. Solo Sebastián había sido capaz de enfrentarse a la banda de bandidos.

  Nada estrecha más la mirada que no reconocer el bien gratuito que recibimos. Sebastián experimentó gozo y satisfacción personal.

    Aquello transformó su persona al recuperar la paz del barrio y un nuevo horizonte vital.

martes, 11 de noviembre de 2025

AL SERVICIO DE LOS DEMÁS

Lc 17, 7-10

    Caminaba ufano, henchido de orgullo. Se consideraba un señor con derecho a mandar a diestra y siniestra todo lo que deseaba.
     Y, por supuesto, esperaba ser servido.
 
  Un día —Paulino— recibió la invitación de un gran hacendado para visitar sus tierras. Enterado de su prestigio y fama, quiso conocerlo y, de paso, medir fuerzas con él, pues también era un hombre de poder.
 
    Llegó el día acordado. Paulino fue recibido con honores y su ego se llenó de gozo. Estaba convencido de que su reputación merecía tales elogios.
 
    —Bienvenido a mis tierras, señor —dijo el anfitrión—. Admiro mucho su manera de administrar.
    —Muchas gracias —respondió Paulino, sonriente.
    —Le hemos recibido tal como se merece. Su fama lo exige.
 
    Paulino volvió a agradecer, complacido.

   Conversaron largo rato, compartiendo experiencias sobre la administración y el trato con sus subordinados. Todo iba bien, hasta que el hacendado introdujo un nuevo enfoque.
 
  —A veces —dijo el señor— me pregunto por qué tendría yo que agradecerles a mis empleados que hagan lo que les mando.
 
    Levantó los ojos, miró a Paulino con suavidad y añadió:
    —¿No es eso lo que deben hacer?
 
    Paulino frunció el ceño, sorprendido.
    —Pero reciben un salario —respondió.
   —De acuerdo —contestó el señor—, pero ¿acaso no estoy yo en la misma situación con quien está por encima de mí?
 
    Paulino quedó desconcertado.
    —¿De dónde saca usted ese razonamiento?
 
    El hacendado tomó un pequeño libro y leyó:
   —Lucas 17, 7-10: «¿Quién de ustedes, si tiene un criado labrando o pastoreando, le dice cuando vuelve del campo: “Enseguida, ven y ponte a la mesa”? ¿No le dirá más bien: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás tú”? ¿Acaso tienen que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado?».
 
    Cerró el libro y concluyó:
   —Lo mismo ustedes: cuando hayan hecho todo lo que se les ha mandado, digan: “Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que teníamos que hacer”.
 
    Paulino bajó la mirada.
    Por primera vez entendió que no era el centro de nada.
    Era simplemente un siervo… alguien que hace lo que debe hacer.

lunes, 10 de noviembre de 2025

EL ESCÁNDALO

Lc 17, 1-6

   Llegó el día de la fiesta principal del pueblo. Terminada la celebración, la plaza estaba a rebosar. No faltaba ni el gato, como solemos decir en esos momentos.

    El alcalde había terminado el saludo anual al pueblo y se daba el pistoletazo de salida a la diversión y a la fiesta. La algarabía pronto se hizo dueña del lugar: música, comidas, bailes, risas… todo era alegría.
 
   Por distintos rincones se formaban tertulias, sobre todo de los personajes más conocidos del pueblo, que, al calor de una copa de vino, comentaban la evolución de la fiesta.

     En una de ellas, Severino, uno de los más longevos del pueblo, hablaba sobre la persona del alcalde.
   —El señor alcalde no aparenta mala persona —dijo—, pero esconde una historia de malas acciones que, si el pueblo lo supiera, le costaría el puesto.
 
   Sorprendido, uno de los presentes, muy implicado en los asuntos sociales del pueblo, preguntó con gesto de sospecha:
    —¿Ha cometido algún delito o algo inmoral?
 
    Y giró los ojos hacia los demás, buscando complicidad.

   —No lo sé —contestó Severino, queriendo evitar sospechas—, pero hay habladurías de que se ha enriquecido ilegalmente.
  —Eso es muy grave —repuso el hombre—. No se puede decir algo así sin pruebas. Pueden escandalizar a la gente y poner en duda el nombre de una persona sin motivos justificados.
 
   En ese momento intervino Manuel, que había sido invitado a las fiestas porque tenía buenos amigos en el lugar. Todos lo miraron, pues conocían su reputación de hombre justo y moral.

   Manuel respiró hondo y, con serenidad, recordó unas palabras de Jesús:
  —En el Evangelio de Lucas (17, 1-6), Jesús dice: «Es imposible que no haya escándalos, pero ¡ay de quien los provoca! Al que escandaliza a uno de estos pequeños, más le valdría que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar».
 
    Hizo una pausa. Observó el semblante de quienes lo escuchaban, y continuó:
  —Jesús también nos invita a corregir y a perdonar siempre que haya arrepentimiento, y a confiar en que Dios puede transformar la realidad, por oscura e inamovible que parezca.
 
 Severino se quedó mudo. Su cara era un poema, pero en sus ojos se adivinaba arrepentimiento.
  «Nunca quise ofender ni escandalizar», pensó.
  Entendió que sus palabras, sin pruebas, podían causar un daño inmenso.

domingo, 9 de noviembre de 2025

SANTUARIO DE ADORACIÓN

Jn 2, 13-22

    El lugar se había convertido en una recova. La gente ya no guardaba respeto ni silencio. Con el tiempo, todos acudían a comerciar, relacionarse y pasar un rato distraído.

   A Saúl no le gustaba lo que veía. Recordaba otros tiempos: orden, disciplina, turnos. Nada de algarabía, desorden ni comercio.

   Aquel lugar donde, años atrás, había gozado de prestigio, de encuentro, de diálogo libre y de escucha atenta, se había transformado en un gallinero: nadie escuchaba, todos gritaban y poco se entendía.

    Sintió cómo la frustración se le acumulaba en el pecho. Una mezcla de tristeza, impotencia y enfado le hervía por dentro. Su paciencia había señalado el punto rojo. Estaba a punto de explotar.

    Decidido a no perder la paz, abandonó el sitio. Se echó a caminar con el corazón entregado a Dios, pidiéndole paciencia y fuerza para soportar lo que, para él, resultaba insoportable.

    Al pasar delante de una terraza, oyó una conversación que le llamó la atención. Se hablaba de lo sagrado, del espacio donde los cristianos se reúnen para adorar.

    Silencioso, se sentó en una mesa cercana, pidió un café para disimular y abrió sus oídos… y su corazón.

    Hablaban de la Basílica de Letrán y de la fiesta que celebran para recordar la primera iglesia que pudo salir de los muros de las casas tras el Edicto de Milán, cuando Constantino concedió libertad religiosa en el año 313.

    En ese momento, Manuel —un hombre de hablar pausado, con una Biblia gastada entre las manos— dijo:
    —Esta basílica es la madre de todas las futuras iglesias. Son espacios de congregación y de oración, en los que conservamos el cuerpo sacramental de Cristo.

    Uno de los tertulianos, moviendo la mano con cierta inquietud, intervino:
    —Sin embargo, hoy esos espacios ya no se respetan. A veces parecen recovas donde la gente viene a lucir sus prendas, a saludarse y a cumplir tradiciones más que a vivir la fe.
Manuel lo escuchó con serenidad.
   —Puede ser —respondió—. Es verdad que se pierde el respeto. Quizás la fe se ha convertido en rutina, más práctica que encuentro. Y eso es algo que tenemos que redescubrir los cristianos.

    Otro tertuliano, mientras giraba lentamente su taza, añadió:
    —Pero también es cierto que hay momentos de silencio pleno, de atmósfera de fe, donde se respira la presencia sacramental del Señor. No todo es desorden.
    —Sí, hay de todo —concluyó Manuel—. Jesús también lo denunció (Jn 2, 13-22) cuando expulsó a los comerciantes del templo.

    Hizo una pausa. Miró a los demás y habló con convicción:
   —Pero lo que no podemos perder de vista es que el verdadero templo seguimos siendo nosotros, los seres humanos: comenzando por los más olvidados, continuando por la comunidad reunida para orar y culminando en cada persona, que es sede de la gracia de Dios y lugar de adoración.
 
    Saúl bajó la mirada y sonrió. Había encontrado la paz. 
   No era solo aquel lugar que él frecuentaba donde sucedían estas cosas. También ocurría en las mismas iglesias.
   La cuestión no estaba en los espacios, sino en las personas: en su educación, sus valores y su conciencia de respeto.
   Comprendió, finalmente, que no basta exigir silencio en un templo: es el corazón el que debe aprender a callar para escuchar a Dios.

sábado, 8 de noviembre de 2025

EL DINERO SOMETE A LA PERSONA

Lc 16, 9-15

  Servando estaba desconfiado. Desde hacía tiempo observaba que su amigo Felipe no era de fiar. Sospechaba que, por dinero, podía ser capaz de cualquier cosa, incluso de hacer alguna locura. Eso no le gustaba, pues apreciaba sinceramente a Felipe.

  Un día lo notó nervioso. No quiso decirle nada, pero comenzó a vigilarlo discretamente. Intuía que estaba tramando algo.

   Se detuvo fingiendo estar distraído y vio cómo Felipe se adueñaba de algo que no le pertenecía. No lo interrumpió. Solo pensó:
    «Lo sorprenderé más tarde».

   Pasaron varios días. Una mañana clara y apacible, Servando se encontró con Felipe. Sin pensarlo, como si una idea repentina lo empujara, lo invitó a caminar.
    —¿Te apetece un paseo? —preguntó—. El día está como pintado para mover un poco el esqueleto.
    —Sí, creo que vendrá bien hacer algo de ejercicio —respondió Felipe, intentando mostrarse natural.
 
    Caminaron largo rato. Ambos se sentían distendidos. El día invitaba a ello. Tras cruzar toda la avenida, y ya de regreso, decidieron sentarse a tomar un café.
    —Buenos días —los saludó Santiago—. ¿Qué desean los señores?
    —Dos cafés —respondió Servando.
    —Muy bien, enseguida.
 
   En ese momento, en la mesa de al lado, Pedro y Manuel mantenían una conversación intensa. Sus palabras llegaron con claridad a los oídos de Servando y Felipe.
    —¿No crees, Manuel, que el dinero tiene la capacidad de acaparar el corazón humano? —preguntó Pedro.
   —No solo eso —respondió Manuel—. Para muchos, es la vía para sentirse seguros, valorados y con prestigio social.
 
     Pedro iba a comentar algo más, pero Manuel lo interrumpió con tono firme:
    —La gran mentira es creer que uno posee dinero… cuando en realidad es el dinero quien termina poseyendo a la persona.
 
    Servando miró a Felipe con ternura.
    Felipe, por su parte, escuchaba con el gesto descompuesto. Algo dentro de él se removía. No sabía por qué, pero aquellas palabras le estaban atravesando el alma.
 
    Hubo una pausa. Manuel miró a todos y continuó:
  —La felicidad que buscamos no está en el dinero. Necesitamos levantar la mirada y reconocer que la verdadera plenitud humana se encuentra en los placeres sencillos de la vida.
 
    Los rostros cambiaron. La tensión desapareció
.
   —Disfrutar de las amistades, contemplar la naturaleza, gozar de la familia, admirar la belleza de la creación, servir a quien lo necesita, orar, agradecer… —enumeró Manuel, mirando a cada uno—. Nada llena más nuestro interior que esto. Entonces el corazón se expande, se agranda y se convierte en alegría y generosidad.
 
    Servando comprendió que no tenía que decirle nada a Felipe. Bastaba verlo.
    Felipe bajó la mirada.
    «Sí —pensó—, la felicidad no está en el dinero».
    Había comprendido que el camino que llevaba no conducía a ninguna parte.

viernes, 7 de noviembre de 2025

LA ASTUCIA DE ANUNCIAR

Lc 16, 1-8

   El día barruntaba lluvia y la oscuridad envolvía la tarde aciaga para Florentino. Le había llegado la noticia de que las cuentas de la empresa donde trabajaba no estaban claras. 
   Su corazón estaba tan oscuro como el día que vivía, y sus pensamientos buscaban la luz que le alumbrara la salida de aquella tenebrosa incertidumbre. 
   Sabía con certeza que las cuentas no cuadraban: había derrochado dinero que no era suyo.

    Con toda seguridad —pensó—, seré despedido. ¿Qué podré hacer para encontrar un medio de vida?

    Buscaba soluciones que le permitiesen sostenerse una vez fuera del cargo de administrador. Decidió dar un paseo y poner a trabajar su mente.

    Llevaba un largo rato caminando cuando le vino la idea de favorecer a algunos clientes de, todavía, su empresa, con la esperanza de obtener algún favor futuro que le asegurara cierta comodidad.

   Con esa idea en su mente, regresó a la empresa y, desde su despacho, llamó apresuradamente a ciertos clientes, de los más acaudalados, proponiéndoles modificar sus últimas compras con el fin de sacar suculentos beneficios. Así podría ganarse su simpatía y asegurarse algún apoyo cuando quedase sin trabajo.

    Paralelamente a esa historia, en la tertulia, Manuel hablaba de la astucia que muchos muestran para solucionar sus problemas, presentando propuestas atractivas y seductoras que llaman la atención de la gente. Mientras tanto —decía—, los cristianos no siempre nos empeñamos en buscar caminos nuevos para anunciar la Buena Noticia de Jesús.
   —Todos nosotros —decía Manuel— sabemos encontrar soluciones cuando se trata de nuestros asuntos. Pero, ¿hacemos lo mismo con nuestro compromiso de anunciar el Amor y la Misericordia de nuestro Padre Dios?
 
    Hizo una pausa. Miró a los tertulianos y a algunos clientes que, sorprendidos, escuchaban desde la terraza.
    —Estamos necesitados de imaginación al anunciar el Evangelio, y de creatividad al hacerlo visible. No podemos permitir que Jesús, nuestro Señor, siga siendo un desconocido para tantas personas.
    En Lc 16, 1-8, el mismo Jesús elogia la astucia del administrador injusto: no su trampa, sino su inteligencia para asegurar el futuro. Así también nosotros deberíamos poner esa misma sagacidad al servicio del Reino.
 
    Una atmósfera de luz, a pesar de la oscuridad de aquella tarde, envolvió a los presentes. Reconocían que los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz.
    Evidentemente, no hay espacio para la pereza ni para esperar un milagro del cielo que haga llegar el mensaje de Jesús sin nuestro esfuerzo.