Lc 12, 13-21 |
—Mira esta noticia —dijo Pedro, señalando el periódico—. Habla del creciente número de familias
enfrentadas por cuestiones de herencias. Es sorprendente.
—No me extraña —respondió
Manuel—. Es bien sabido que las herencias, lejos de unir, muchas veces dividen.
Por eso, algunos prefieren dejar todo bien atado antes de partir, para evitar
conflictos. —Pero, ¿por qué sucede esto?
¿Cómo es posible que los vínculos familiares se rompan por una cuestión de
bienes?
—La codicia, Pedro. La codicia del ser humano. Ya lo dice esa canción popular: “Todos queremos más y más”. Y si además tengo más que el otro, mejor. Nos mueve el deseo de poseer, de asegurar nuestra vida con bienes materiales. Buscamos seguridad, poder, prestigio… y creemos que todo eso se compra.
—¿Y acaso no se compra?
—No. Es un espejismo. Pero la codicia ciega. Aunque muchos en el fondo sepan que los bienes no garantizan una vida plena, actúan como si lo hicieran. Jesús lo dejó muy claro en aquella parábola del Evangelio de Lucas (12, 13-21):
«Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y reflexionaba entre sí, diciendo: “¿Qué haré, pues no tengo dónde reunir mi cosecha?”. Y dijo: “Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, edificaré otros más grandes, y reuniré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: ‘Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea’”. Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?” Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios.»
Una historia que no necesita
explicación. Jesús desenmascara la lógica del egoísmo, del acumular sin
compartir, del vivir centrado en uno mismo. ¿De qué sirve tener graneros llenos
si el alma está vacía? ¿De qué vale dejar una gran herencia si se ha sembrado
el rencor en lugar del amor?
Lo vemos cada día. Fortunas que terminan sin herederos claros. Patrimonios que se disuelven en disputas interminables. Herencias que se dilapidan en manos inexpertas o insensibles. Todo eso muestra que la riqueza, por sí sola, no asegura nada.
La verdadera riqueza está en compartir. En vivir con generosidad, como nos enseñó Jesús con su vida y sus obras. Quien se enriquece en Dios no necesita acumular, porque sabe que su tesoro está en el cielo... y en el corazón de quienes aman.
—La codicia, Pedro. La codicia del ser humano. Ya lo dice esa canción popular: “Todos queremos más y más”. Y si además tengo más que el otro, mejor. Nos mueve el deseo de poseer, de asegurar nuestra vida con bienes materiales. Buscamos seguridad, poder, prestigio… y creemos que todo eso se compra.
—¿Y acaso no se compra?
—No. Es un espejismo. Pero la codicia ciega. Aunque muchos en el fondo sepan que los bienes no garantizan una vida plena, actúan como si lo hicieran. Jesús lo dejó muy claro en aquella parábola del Evangelio de Lucas (12, 13-21):
«Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto; y reflexionaba entre sí, diciendo: “¿Qué haré, pues no tengo dónde reunir mi cosecha?”. Y dijo: “Voy a hacer esto: Voy a demoler mis graneros, edificaré otros más grandes, y reuniré allí todo mi trigo y mis bienes, y diré a mi alma: ‘Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea’”. Pero Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?” Así es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios.»
Lo vemos cada día. Fortunas que terminan sin herederos claros. Patrimonios que se disuelven en disputas interminables. Herencias que se dilapidan en manos inexpertas o insensibles. Todo eso muestra que la riqueza, por sí sola, no asegura nada.
La verdadera riqueza está en compartir. En vivir con generosidad, como nos enseñó Jesús con su vida y sus obras. Quien se enriquece en Dios no necesita acumular, porque sabe que su tesoro está en el cielo... y en el corazón de quienes aman.
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