Mt 20, 1-16 |
Fernando estaba muy enfadado. No comprendía cómo a él, que había trabajado más que nadie, le pagaban lo mismo que a otros que apenas habían colaborado. A sus ojos, aquello era una injusticia. Pedro, al escuchar las protestas de su amigo, no podía dejar de pensar: «No parece justo ese salario. Creo que se ha cometido una injusticia».
—¿De
verdad te parece justo, Manuel, que a todos se les pague lo mismo, aunque unos
trabajaron más que otros?
—Lo
justo, humanamente hablando, sería pagar según los méritos de cada uno.
—Eso
digo yo: no entiendo cómo a un amigo le han dado lo mismo que a otros, cuando
él trabajó mucho más.
—No
conozco el caso, pero piensa esto: todo lo hemos recibido gratuitamente de
Dios. Sé que puede parecer difícil, pero todos hemos nacido desnudos, sin nada.
Todo lo que tenemos —salud, inteligencia, talentos, riqueza— lo hemos recibido
gratis. Con eso hemos construido lo que hoy llamamos nuestra vida.
—¿Y
qué me dices con eso?
—Pues
que, si lo hemos recibido gratis, ¿no deberíamos también compartirlo
gratuitamente, sobre todo con los más necesitados?
—Sí,
de acuerdo. Pero eso no justifica pagar igual al que hace menos.
—Es
cierto, y sin embargo… ¿no crees que aquellos que hacen menos, muchas veces es
porque recibieron menos? ¿No será justo que puedan tener lo necesario para una
vida digna?
—No
termino de verlo.
—Mira,
hay una parábola que lo explica muy bien, está en el Evangelio de Mateo
20,1-16. Te invito a leerla con calma. Jesús cuenta que un propietario contrata
obreros para su viña a diferentes horas del día, y al final les paga a todos lo
mismo: un denario. Ese denario era el salario justo de un día, lo necesario
para vivir. ¿Entiendes? La justicia de Dios no se mide por méritos, sino por
amor. Lo importante es que a todos llegue lo suficiente para vivir.
—Me
dejas perplejo.
—Así
es. Todo en la vida lo recibimos gratuitamente, apoyados en el trabajo de
otros, en el esfuerzo de nuestras familias, en la historia de tantos seres
humanos. ¿No es justo que también nosotros arrimemos el hombro?
—Creo
que tienes razón.
Y así es. La vida es un don de Dios. Solo la gratuidad ofrecida hace verdadera justicia a la gratuidad recibida, sobre la que se asientan nuestras vidas. Aunque nuestra razón busque méritos y obras, la verdad desnuda toda justificación: lo recibido gratis, darlo gratis. En eso se descubre la verdadera alegría del Evangelio.
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