Mt 19, 13-15 |
Hablábamos
sobre los Reyes Magos. Nuestra ilusión nos desbordaba y pensar que venían a
dejarnos regalos era algo fascinante. Recuerdo que no dábamos espacio a la
duda. Quizás no lo comprendíamos, pero lo creíamos apasionadamente.
—¿Recuerdas,
Manuel, cuando éramos niños? ¡Qué etapa tan bonita! Vivíamos de la ilusión y
obedecíamos sin resistirnos. Todo nos parecía mágico y posible. Los Reyes Magos
siempre traían buenos regalos.
—Sí,
una época llena de esperanzas. Aunque también recuerdo la llamada a portarse
bien. Tanto en casa como en el colegio nos decían: “Si no os portáis bien, los
Reyes traerán carbón”.
—¡Exacto!
Mis padres me lo repetían mucho… Y yo procuraba portarme bien para que no se
cumpliera esa advertencia.
—La
niñez es así: hermosa, sencilla, sin doblez, llena de ilusión. ¿Ves, Pedro? Son
actitudes del Reino que los adultos olvidamos con facilidad.
—A
medida que crecemos, nuestra confianza se reduce, la ilusión se apaga y el
corazón se endurece.
—Y
además llega el desencanto: ver cómo el bien parece ceder ante el mal, y
sentirnos esclavos de pasiones que no logramos dominar.
—A
veces quisiera seguir siendo niño, con la transparencia y la bondad de
entonces.
—No
lo olvides, Pedro: “De los que son como niños es el Reino de los Cielos”. Lo
dijo Jesús cuando le presentaron unos pequeños. Les impuso las manos y se
marchó de allí (Mt 19, 13-15).
Cuando éramos niños, nuestros corazones eran limpios, ingenuos y llenos de alegría. Creíamos en la bondad, la justicia y la fuerza del amor. Hoy, quizá, el pecado y el desencanto nos han robado algo de esa pureza. Pero el camino no está cerrado: basta volver al Padre con corazón de hijo para reencontrar la inocencia y la alegría que nos hacen herederos de su Reino.
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