jueves, 6 de agosto de 2015

NO ENTENDÍAN NADA

(Mt 17,1-9)


El Misterio de la Transfiguración no se puede entender. No se puede entender como tampoco no entendemos la Resurrección. Jesús les hace un adelanto a aquellos tres apóstoles y no se enteran de nada. Se sienten bien, muy bien, hasta el punto de pedirle hacer tres tiendas sin contar ellos y quedarse a contemplar lo que veían: El Rostro de Jesús transfigurado, un Cuerpo glorioso, junto a Moisés y Elías.

Qué bien se tiene que pasar junto al Señor que nos olvidamos de nosotros. Perdemos la sensibilidad física de nuestro cuerpo y nos sentimos como flotando llenos de gozo y paz. Me imagino que fue algo así lo que tuvieron que experimentar Pedro, Santiago y Juan al no advertir su presencia física y olvidándose de sí mismos propusieron tres tiendas para los otros.

Sin embargo, descubrimos nuestras miserias a no darnos cuenta de tan alta experiencia. Jesús se nos muestra transfigurado, es decir, transformado, Resucitado. Como va a suceder después de morir en la Cruz. Jesús les está revelando el Misterio de la Resurrección. Jesús les quiere animar, darles fuerza y esperanza para que ellos, lleno también del Espíritu Santo, encuentren la fuerzas para cargar también con su cruz. Por eso les advierte que no digan nada hasta que el Hijo del Hombre resucite de entre los muertos.

Pero seguimos sin enterarnos, y hasta ponemos en duda las palabras de los apóstoles. Ellos experimentaron lo mismo que nosotros, pero su proximidad a Jesús resultó alumbradora e iluminadora. Y llegaron a entenderlo, hasta el punto de entregar también sus vidas conscientes de su resurrección como Jesús les había prometido y se les había mostrado. La estrategia está clara: proximidad a Jesús, frecuencia de los sacramentos y oración. Es lo que hicieron las primeras comunidades.

Pues bien, hoy seguimos mirando para arriba sin darnos cuenta. Tenemos que equilibrar nuestra mirada y bajar de la montaña. Tal y como Jesús les indica y señala a los apóstoles  Hay que volver a bajar y continuar el camino, pero ya animados porque hemos visto a Jesús Transfigurado (Resucitado) en el testimonio de los apóstoles, tal y como nos ha prometido Jesús, que a nosotros, los que en Él creemos, nos ocurrirá igual.

Y cada día, los que en Jesús creemos, experimentamos esos momentos de Tabor en las palmaditas que muchos de nosotros nos damos al compartir nuestra fe. Porque la fortalecemos cada vez que comentamos, compartimos y nos asombramos en el Espíritu Santo las maravillas que, de la Tradición y de la Palabra, vivimos en el camino de nuestra vida hacia la Casa del Padre.

Por eso, es bueno y necesario compartir, vernos de vez en cuando y darnos un fuerte abrazo en el Señor para, fortalecidos, continuar el camino. Gracias a Internet podemos compartir espiritualmente estas experiencias, y como el Tabor, dejarnos asombrar por las maravillas del Señor. Amén.

miércoles, 5 de agosto de 2015

CUANDO PIENSAS QUE ESE AFAMADO JESÚS ES TU ÚNICA OPORTUNIDAD

(Mt 15,21-28)


La fe empieza por ahí. Experimentas desespero, angustia y temes caer en una depresión. Sería terriblemente peor. Buscas a tu derredor, pero el mundo ya ha agotado tu paciencia y tus medios. Necesitas abandonarte en manos de alguien que te dé confianza, pero sobre todo que dé respuesta a tu problema.

¡Necesitas creer, esa es la cuestión! Necesitas confiar en Alguien que te dé esperanza, que te escuche, que esté dispuesto a apostar por ti y que te traiga una Palabra de consuelo, de amor y de esperanza de curación. ¡Caramba!, has oído que hay un tal Jesús que parece responder a eso que tú buscas. Y te confías a Él. No lo piensas dos veces y te pones en camino. Sin saber cómo ni cuándo has empezado a creer.

Y ese impulso te empuja a caminar, a moverte, a buscar y, quien busca encuentra. Claro, das con Jesús pero, sintiéndote indigna de hablarle al no ser ni siquiera judía, optas por atreverte a tocarle. Apuestas que tocándole, tu hija puede quedar curada. Y lo intentas, y se produce el milagro. Tu fe ha tenido respuesta. El Evangelio de hoy nos narra ese encuentro de Jesús con la mujer cananea.

Podríamos reflexionar sobre los pasos de esa fe hasta encontrar a Jesús y recibir la respuesta pedida. Quizás yo no tenga necesidad, ni nadie enfermo, o quizás no crea que exista alguien que pueda cambiar el curso de una irremediable enfermedad. Luego, si pienso así no me pondré a buscar a nadie, o a rezarle. Mi fe termina con la opinión del último médico, o con la resignación al curso de mi acomodada vida. El encuentro no se produce, y no hay ni diálogo ni respuesta.

Jesús, entonces, pasa de largo, y no lo veo ni me entero de su cercanía. No advierto el ritmo y ruido de sus pasos. Quizás estoy despierto, pero dormido o ciego. Así será imposible descubrirle. Necesito despertar y querer buscar. Repetir la experiencia de la cananea con Jesús siempre será posible, porque Él ha Resucitado para que tú le descubras y le pidas. Si no, ¿qué sentido y razón tiene Él para estar ahí en la Eucaristía? Seríamos unos tontos, los primeros nosotros, por estar perdiendo el tiempo. ¿A qué esperamos?

Decídete a tocarle la túnica a Jesús y a decirle que quieres y crees que Él te puede salvar. No te importes quién seas ni de dónde vengas, Jesús te conoce y sabes quién eres. Y si se ha quedado lo ha hecho también por ti. No pierdas más tiempo. El Señor vive y está entre nosotros para salvarnos, no para perder el tiempo. No pierdas el tuyo.

martes, 4 de agosto de 2015

SEÑOR, SOSTÉN MI FE

(Mt 14,22-36)


Esa experiencia que tuvo Pedro puede servirnos para experimentar que la fe es un don de Dios. Porque no podemos tener fe si el Señor no nos la sostiene. Por cualquier circunstancia, la más mínima que sea, nuestra fe se viene abajo. Perdemos la fe en amigos de toda la vida por detalles insignificantes, dudamos a la menor sospecha y nuestra confianza queda resquebrajada al menor error.

Somos débiles y muy frágiles. ¿Cómo vamos a creer en el poder de Dios? Incluso experimentándolo nos ocurre que nos cuesta creerle. Tal fue la experiencia de Pedro que al verse sostenido sobre las olas y al menor soplo de viento dudó de que pudiera sostenerse. Sin lugar a duda que la fe es un don de Dios. Un don que debemos pedir con insistencia y esperarlo con mucha paciencia.

Conocemos a muchas personas que han recibido un buen testimonio de amor y servicio. Los hay también malos, pero también, valga la redundancia, muchos buenos. Y si los malos valen para alejarnos, los buenos difícilmente sirven para acercarnos. Son muy pocos los que recibiendo un buen testimonio se interpelan y despiertan a la fe.

Por eso hay que pedirla con insistencia. El mismo Jesús nos lo dice: Pidan y recibiréis; toquen y se les abrirá. Y lo más importante es creer. Porque abiertos a la fe entregaremos nuestro corazón al Señor, y, el Señor, nos tenderá su Mano como hizo con Pedro.

Jesús nos pide que creamos en Él. No nos pide pruebas ni obras, sino que creamos en Él y lo demás, las pruebas y obras, vendrán por añadidura. Nuestra fe es tan pobre que necesitamos ver signos y milagros que nos la avive y despierte. Pero no sólo eso, sino que nos la sostenga y la acreciente.

¿De qué, entonces, nos vamos a gloriar por nuestras buenas obras? ¿De qué podemos sentirnos orgullosos y presumir si todo depende y es regalo del Señor? Simplemente, como Pedro, debemos decir: «¡Señor, sálvame!»

lunes, 3 de agosto de 2015

CRISTO Y YO MAYORÍA APLASTANTE

(Mt 14,13-21)


Es una frase que oí por primera vez en un cursillo de cristiandad, y que luego he oído en otras versiones y de otras formas. El verdadero sentido es que con el Señor nada es imposible y todo se puede. Sólo Dios basta, diría santa Teresa, y repetimos nosotros que con el Señor estamos siempre en el lado vencedor.

Y es esa la actitud que nos anima a caminar y a proclamar. A pesar de nuestros temores, miedos, problemas y dificultades nos atrevemos a ello y lo hacemos convencidos que, aunque nuestras matemáticas nos fallan, todo en el Señor tendrá solución. Quizás no como a nosotros nos gustaría, o con la rapidez que quisiéramos, pero siempre con la eficacia que la Gracia de Dios hace todo lo que toca y quiere.

La multiplicación de los panes fue un hecho prodigioso que muchos, ahora en el tiempo, traducen como un cuento o leyenda. Los acontecimientos históricos se aceptan o no según convengan. Lo mismo ocurrió con todos aquellos que contemplaron tal prodigio. Cinco panes y dos peces bastaron para dar alimento a una multitud de gente. Pero a ellos no les bastó.

Simplemente quedaron admirados del hecho en sí mismo, el milagro de transformar cinco panes y dos peces en alimento para toda aquella multitud; simplemente pensaron en lo bueno que resultó quedar saciados y lo interesante y bueno que sería repetirlo cuantas veces hiciera falta. Y eso intentaron conseguir. Posiblemente seguirían a Jesús con esa intención, aparentar seguirle, pero buscar el milagro material. 

No advirtieron, cegados por el egoísmo de la carne el verdadero Pan de Vida que, bajado del Cielo, se hacía verdadero alimento de Vida Eterna. Ese sí era un alimento pleno, lleno de Vida Eterna y de gozo para siempre. Ese sí sería la solución a todos los problemas. No simplemente a los problemas de ahora, sino a los que pudieran presentarse.

Pero, antes había que pasar por el camino de la fe y la confianza, y también aceptar el desierto del hambre y sed, porque no se experimenta la salvación sino cuando no se tiene y se está perdido. Despertar hambre exige primero padecerla, y sentir deseos irrenunciables de beber implica carecer de agua y valorar su ausencia. 

Pero más importante que todo eso es advertir que el alimento y el agua conseguido en este mundo es caduco, tal y como advirtió la samaritana. Sería mejor descubrir el Verdadero Alimento que nos da Vida Eterna. Ese Alimento que se nos da en Jesús.

Pero, mejor aún es decirle: Gracias Señor por ese alimento que nos ha dejado en tu Cuerpo y tu Sangre. Amén.

domingo, 2 de agosto de 2015

REALMENTE, ¿QUÉ BUSCAMOS?


(Jn 6,24-35)

Es la pregunta del millón: ¿qué buscamos y a quién? Porque a veces caminamos desorientados y sin saber exactamente a dónde vamos. Y en esas condiciones estamos vendidos al mejor postor que, con astucia, nos persuada y nos desvia hacia los intereses que desean. El mundo tiene muchas ofertas y tentaciones que nos distraen y atraen.

Si lo que buscamos es saciar el hambre material, Jesús no es la única respuesta, porque hay lugares en este mundo donde saciarlo. Y si perseguimos riquezas, fama o poder, equivocamos el camino siguiendo a Jesús. Por el contrario si buscamos el único y verdadero Tesoro, que es la felicidad y vida eterna, entonces hemos acertado con seguir a Jesús.

Si tenemos claro lo que buscamos y perseguimos, nadie nos distraerá ni nos desviará del camino, porque, entre otras cosas, Jesús nos facilitará su seguimiento dándonos fortalece y valor para sostenernos firmes en la fe. De sus Palabras deducimos la confianza que nos da el seguirle: «Yo soy el pan de la vida. El que venga a mí, no tendrá hambre, y el que crea en mí, no tendrá nunca sed».

Y eso es lo que verdaderamente importa: El Pan que, no simplemente nos sacia hoy y mañana volvemos a tener hambre, sino el Pan que nos sacia para siempre. El hombre busca la felicidad, pero la felicidad eterna si es posible. Y en Jesús eso se hace posible porque nos lo dice, nos lo demuestra y nos la da simplemente por amor entregando su vida por nosotros.

Todo lo que no sea eterno pierde valor. Puede ser importante y gozoso durante un tiempo, pero, tarde o temprano, se vuelve marchito y se estropea. Ocurre así cuando nuestro amor, hoy gozoso y radiante de felicidad, nos llena de gozo y alegría, pero mañana se marchita y se acaba. Y eso sucede si y porque lo apoyamos solo en nuestra propia carne y en las cosas materiales de esta vida. 

El amor que no esté sustentado en el Amor de Xto. Jesús es un amor construido sobre arena. Y tarde o temprano terminará destruido. Pero el amor sustentado en el Amor del Señor será un amor gozoso y eterno. Pidamos esa Gracia, la de buscar al Señor no simplemente por el pan material, que también lo necesitamos, sino especialmente por el Pan espiritual bajado del Cielo que nos da la Vida Eterna.

sábado, 1 de agosto de 2015

SOBERBIA Y LUJURIA

(Mt 14,1-12)


En muchos momentos de nuestra vida nos comportamos como Herodes. Somos inseguros y temerosos y usamos el poder para esconder todas nuestras debilidades. Incapaces de aceptarnos pobres y limitados y humildemente postrarnos ante Dios.

El Evangelio de hoy nos presenta la debilidad del hombre, en la figura de Herodes, vencido por el pecado de soberbia y lujuria. Dos de los pecados que con relativa frecuencia tientan nuestra alma. La soberbia porque es el origen de todo pecado donde se forma la conciencia del rechazo de Dios. Somos soberbios y nos resistimos a doblegarnos al poder de Dios. 

Pensamos, incluso, que no le necesitamos y que nos bastamos por nosotros mismos. La raíz de todo pecado nace en y de la soberbia, y sólo vencida esta podemos estar en condiciones de experimentar a Dios. Soberbia fue la de Adán y Eva que, a pesar de su pecado, de querer igualarse a Dios no fueron humildes ni aceptaron su fracaso y error. Y soberbia es la de todos aquellos que no aceptamos nuestras debilidades y la necesidad de Dios.

Y de la lujuria podemos decir otro tanto. Muchas disputas y separaciones, incluso de Iglesias, tienen su origen en la lujuria. La muerte de Juan Bautista está acelerada y empujada por la lujuria. Muchos rechazos y servicios son negados por la lujuria que nos ciega hasta el punto de distorsionar nuestra propia realidad.

Ser libre implica despojarnos de estas dos lacras que azotan nuestra alma y descontrolan nuestra voluntad. Ser libre nos exige cambiar la soberbia por humildad, y la lujuria por la castidad, es decir, el dominio de los apetitos sensuales con el fin de vivir en la fidelidad matrimonial y convertirla en un acto de alabanza y gloria al Señor. 

Porque sólo en el control de nuestras apetencias y egoísmos podemos liberarnos de nuestras pasiones y vanidades, que tratan de arrastrarnos hacia el descontrol y la destrucción de nuestra voluntad sometiéndonos a la esclavitud y el pecado.

Sin lugar a duda que el precio de la verdad es la vida, entregar la vida. Y es que la verdad nos exige muchas veces renunciar a caprichos, egoísmos y apetencias que, aparentemente, nos harían la vida más agradable, pero que esconden perdición y vacío. 

viernes, 31 de julio de 2015

LO SABÍAN TODO DE AQUEL, MENOS QUE ERA EL HIJO DE DIOS

(Mt 13,54-58)


Sabían todo respecto a Jesús, pero no sabían lo que verdaderamente tenían que saber, que era precisamente el Hijo de Dios, el Mesías que ellos esperaban. Y es que cuando se conoce a alguien bien y cercano, como era el caso de Jesús en su pueblo, cuesta más creerle.

La razón humana se mueve de esa forma. Lo conocido y cercano no se valora. Aquel era Jesús, el hijo del carpintero y parientes de muchos en el pueblo. ¿De dónde, pues, le venía esa sabiduría? ¿No nos van a decir que este es el Mesías esperado? Eso no les cabía en la cabeza.

¿Podemos imaginarnos un Dios al que abarquemos con nuestra razón y entendimiento? Si entendiéramos a Dios, dejaría de ser Dios porque estaríamos a su altura. Ese es nuestro mayor pecado, querer entender a Dios y levantar la muralla de la soberbia hasta entenderle. Y nunca le entenderemos, porque precisamente es Dios. De ahí que nadie es profeta en su tierra.

Por eso, cuando nos empeñamos en querer entender a Dios, terminamos confundido, quizás más alejados y desorientados. Fue lo que les ocurrió a sus paisanos, que como le conocían no podían, ni siquiera imaginar que aquel que tenían delante era el Hijo de Dios.

Sin embargo, cuando aceptamos la Grandeza de Dios y su Omnipotencia y Poder, y humildemente nos postramos ante su Divinidad, inalcanzable para nuestras pequeñas y pobres mentes, todo, por la Gracia de Dios, resulta diferente. Nuestra mente, auxiliada e iluminada por la Gracia, se abre a la experiencia de Dios y a su comprensión. Es la experiencia de Bartimeo, el ciego, que rogándole ver, sus ojos quedaron abiertos a la luz tanto física como espiritual.

No es el camino el de exigir al Señor pruebas de su Divinidad, sino aceptar la realidad de tomar conciencia de nuestra naturaleza humana, real y delante de nosotros, y de experimentar el Poder de Dios que nos ha creado para la Vida Eterna. Porque de igual forma que no entenderemos nunca el Misterio de Dios, tampoco entenderemos nunca nuestro propio misterio, ni la Gracia de la Resurrección que, eso sí, Jesús nos hizo partícipe y que los apóstoles, avisados por aquellas mujeres, fueron testigos.

Humildes y abiertos a la Gracia de la sabiduría, pidamos al Señor luz para comprender su Divinidad. Amén.