sábado, 28 de noviembre de 2015

HASTA EL FINAL DE LOS TIEMPOS

(Lc 21,34-36)


El mundo tiene mucho poder. Nos tiene atados y si no despertamos terminará por someternos a sus caprichos, intereses y tentaciones. Claro está que, solos, estaremos vencidos, pero el Señor, nuestro Padre, conocedor de todos sus hijos, sabe de nuestras debilidades y nos ha enviado al Paráclito para que, en Él, podamos salir victoriosos.

En estos últimos días del año litúrgico, el domingo empezamos el tiempo del Adviento, el Señor Jesús nos advierte sobre el final de los tiempos y sus peligros. La felicidad, que nos ofrece el mundo, no compensa. Es una felicidad mediocre, limitada, adulterada, mezclada con tristezas y mentiras y llena de peligros y de todo tipo de enfermedades. Vive amenazada por la envidia, la soberbia y el egoísmo de los hombres y mujeres que lo habitan, y que cultivan en él odios, venganzas y guerras que traen la muerte.

Y eso en el mejor de los casos, suponiendo que tengas un situación acomodada y goces de privilegios, porque si no es así, pasarás más penas que glorias. Y tu y yo aspiramos a algo mejor. Porque dentro de nosotros hay una aspiración de mayor altura, de un gran Ideal:  felicidad plena y eterna. Un Ideal que nos llena y nos desborda hasta el punto de embriagarnos de amor.

Esa oferta nos la trae Jesús, y nos la transmite con su Palabra y Vida, dándonos testimonio con su buen hacer, obras y milagros, hasta entregar su Vida como pago y rescate de todos nosotros. En Él estamos salvados, sólo dependerá de nuestra respuesta, y en él descansa nuestra esperanza hasta el final de los tiempos.

viernes, 27 de noviembre de 2015

LOS CAMBIOS NOS AVISAN DE LOS TIEMPOS

(Lc 21,29-33)


No cabe ninguna duda que nuestra vida se contiene en el tiempo. Ese espacio donde transcurre su vivencia y su espacio de salvación. Necesitamos aprovecharlo. Igual que las plantas nos avisan que el tiempo pasa cuando las vemos vestirse y engalanarse con sus mejores flores, la vida nos avisa con señales que nuestra hora está próxima. Es obvio no observar y estar atento, pues el tiempo pasa, se va y no vuelve.

Nuestra edad puede convertirse en una señal fuerte. Cuando, por la Gracia de Dios, hemos tenido una larga vida, experimentamos que, cumplidos unos buenos años, nuestra partida no debe estar lejos. Es de necio ignorar que en los setenta y más, nuestro tiempo no está lejos. Y eso nos debe poner en aviso y fertilizar al máximo también nuestra huerta particular para dar los mejores y óptimos frutos que se espera de nosotros.

Hoy, Jesús, nos avisa de estos cambios, y de la necesidad de estar al quite. Y el Papa, en su viaje a África, nos habla del esfuerzo de liberar nuestro corazón. Sin un corazón libre no podemos dar frutos, porque la semilla de nuestro corazón necesita libertad para darse en amor y echar frutos. Si va forzada, sus frutos son adulterados e impuestos, no naturales, no productos del amor. Y, como la higuera del Evangelio, terminará por secarse.

Reguemos el huerto de nuestro corazón con un agua limpia y pura, que nos limpie de toda impureza y nos dé los frutos de la libertad, para que, actuando libremente, seamos capaces de amar y de entregarnos, con gozo y alegría, a una vida de servicio y solidaria. Una vida que, esperando la venida del Señor, nos llena de plenitud y de gozo eterno.

jueves, 26 de noviembre de 2015

DA LA SENSACIÓN QUE NUESTROS OÍDOS ESTÁN CERRADOS

(Lc 21,20-28)


Da la sensación que el mundo parece dormido, o con los oídos cerrados, porque su reacción no está de acuerdo con las noticias que les son reveladas. Hay como dos maneras de verla, o están ciegos y sordos, o, me atrevería a decir que están embobados y distraídos por el demonio. Mejor, sometidos y endemoniados, porque no se puede entender que, viendo, no vean; y oyendo, no oigan.

Ahora entiendo que esto lo dijo Jesús en alguna ocasión. Y sucede así. El mundo tiene emborregados a todos aquellos que dan la espalda a Dios y se refugian en las cosas y pasiones dando satisfacción a sus egoísmos. Es, entonces, cuando caen en las garras del demonio. Y el problema es que en la media que no reaccionemos, nuestra fe se irá apagando, si tenemos algo, hasta el punto de perderla totalmente. Cada día nos será más difícil volver a la Casa del Padre.

El mundo nos avisa, y nada extraño que ya nos lo esté haciendo. Vivimos momentos muy tensos. El mundo se estremece en una sensación de inseguridad grande. Experimentamos que no estamos seguros en muchos lugares y que hay amenazas de atentados y destrucción. Se hace la guerra a Dios y se trata de aniquilar a todos aquellos que se confiesan cristianos y seguidores de Jesús. Muchos sufren en las cárceles, y otros muchos son asesinados y degollados por su fe.

Observamos impotentes como el clima parece cambiar. Hay terremotos, inundaciones, lluvias torrenciales y huracanes devastadores que asolan y destruyen todos los lugares por donde pasan. Pueblos indefensos y sembrados de hambre, sed y muertes. ¿Estaremos cerca? El problema es que nunca lo sabremos, pero siempre debemos estar preparados. Porque, a todo esto, ¿cómo se puede vivir tan despreocupado por lo esencial y fundamental, y preocuparse por lo accidental y caduco?

En este sentido no parece que estemos despiertos, cuando lo que más, aparentemente, nos seduce y nos importa son las cosas de este mundo, finitas y caducas, y, por lo tanto, sin valor. Esta vida, este mundo no tiene más valor que el de ser puente y servirnos para alcanzar la verdadera Vida Eterna. Es el tiempo de salvación y nuestra gran oportunidad para perpetuar nuestra vida en plenitud de gozo y eternidad.

Pero, para eso, no podemos esperar con los brazos cruzados, ni entretenidos en cosas superfluas o caducas. Necesitamos levantar la cabeza y despertar, y, elevando nuestra mirada hacia el Señor, estar preparados viviendo en su Palabra y Verdad. Porque sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida.

miércoles, 25 de noviembre de 2015

NADA FÁCIL SER CRISTIANO

(Lc 21,12-19)


Seguir a Jesús se pone bastante difícil. Seguir a Jesús supone vivir el espíritu de las bienaventuranzas; seguir a Jesús significa vivir en la verdad y descubrir la mentira. Y seguir a Jesús exige amar, sobre todo a los enemigos. Ahora, quien diga que eso es fácil que lenvante la mano.

Dar un ligero repaso a las bienaventuranzas. Desenterrar todas las mentiras de tu vida y exponerlas a la luz del mudo, y amar, y de forma muy especial a los enemigos, hace que la vida del creyente en Jesús sea vivida contra corriente. Porque el mundo busca y vive otros criterios.

El mundo cambia la pobreza por la riqueza. Y esa riqueza conseguida a costa de todo lo que se pueda, incuso pasando por encima de los demás, hasta la muerte si hace falta. La fama, el prestigio, los privilegios, las apariencias y las mentiras son deseadas y utilizadas para conseguir éxitos y victorias. Aquí lo que importa es ganar y ser poderosos, y vivir bien, con toda clase de lujo y comodidades, aunque sea a costa de los demás. La ley es, yo primero, y después también yo primero.

La verdad se entierra cubierta de mentiras y apariencias. Lo que importa es lo que se ve, lo exterior, lo que parece aunque no lo sea. Y, aparentando amar, dar la puñalada por la espalda. La mentira es la reina para traicionar la verdad. Y ante todo eso, el creyente presenta solo un arma: el amor. Un arma que parece débil y fácil de derrotar. Y que aparentemente es derrotada, y motivo de burlas y ridiculo que invitan a abandonar y rendirse.

Sin embargo, ante todo esto, Jesús nos invita a perseverar. Nos invita a ser pacientes, soportando todo el peso del sufrimiento que el camino nos presenta. No nos lo manda, nos lo propone, porque, Él, primero, lo ha padecido y lo ha soportado en el Amor y la Fuerza del Padre. Lo ha sufrido Él también, así que sabe de lo que es padecer y sufrir. 

Pero no nos deja sólo ante el peligro, sino que nos envía el Paráclito, el Espíritu Santo, para que nos dé el valor, la fortaleza y la perseverancia de soportar los padecimientos que el mundo, de espalda a Jesús, nos imponga para acallarnos. Y tengamos la certeza que en el Espíritu Santo podemos soportarlo y salir triunfantes.

martes, 24 de noviembre de 2015

EL MUNDO SE DESTRUIRÁ

(Lc 21,5-11)


Los, aparentes, avances son una farsa, pues si observamos, experimentamos que el mundo no camina derecho, ni, tampoco, en sentido lineal. Mejor, parece que da un paso para adelante y dos para atrás. Hoy, a pesar de tantos avances técnicos y progresos científicos, la vida está más en peligro que antes.

Los últimos atentados terroristas, al parecer por fundamentalismos religiosos, nos sobresaltan y ponen la vida humana en constante peligro. ¿Dónde está la civilización adelantada?  Países que padecen hambre y sed, y que son explatados y esclavizados. No hay seguridad y la paz está amenazada y en peligro. Luego, ¿cuáles son los adelantos?

Las Palabras de Jesús en el Evangelio de hoy nos tranquilizan y nos dan serenidad y paz. Porque nos avisan de que el final está marcado por disturbios y guerras: «Esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida». Le preguntaron: «Maestro, ¿cuándo sucederá eso? Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?». Él dijo: «Estad alerta, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: ‘Yo soy’ y ‘el tiempo está cerca’. No les sigáis. Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones, no os aterréis; porque es necesario que sucedan primero estas cosas, pero el fin no es inmediato». Entonces les dijo: «Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos, peste y hambre en diversos lugares, habrá cosas espantosas, y grandes señales del cielo».

Estamos avisados y no hay por qué inquietarse. Pasará lo que tenga que pasar, pero el Señor vendrá. Habrá grandes señales del Cielo que anunciarán la llegada del Señor, y su Palabra, Palabra de Vida Eterna, se cumplirá. Por lo tanto, a pesar de todo lo que estamos viendo no hay por qué desesperar. Esperamos, incluso, cosas mayores o peores, porque el mundo, de espaldas a Dios, busca su propia destrucción.

Gracias, Señor, por tus Palabras y te pedimos serenidad, confianza y valor para perseverar, a pesar de tantas dificultades y obstáculos con los que el mundo tratan de desviarnos de tu camino.

lunes, 23 de noviembre de 2015

BUSCANDO RECONOCIMIENTO

(Lc 21,1-4)


En la vida todo lo que hacemos persigue un fin. Normalmente, ese fin busca darnos gloria y, para ello, tratamos de que se vea y luzca y, de esa forma, nos dé gloria. Convergeremos en que lo que se haga sin pretender alcanzar ese fin tendrá más valor que lo otro.

Normalmente las cosas pequeñas e insignificantes tienen poco valor, o le damos nosotros poco valor. Son más destacadas las grandes, y en esa proporción las valoramos más. De tal forma que, aquellos fariseos que echaban sus monedas en el arca del Tesoro, lo hacían con la intención de ser vistos y de alcanzar fama de buenas personas, bienhechores y gloria en el pueblo.

Sin embargo, los que poco echaban, quizás porque no tenían, pasaban desapercibido y no se les daba importancia. Jesús nos descubre todo lo contrario. La importancia de lo que se da no está en proporción a la cantidad o abundancia, sino a la intención de la generosidad y a la cantidad compartida respecto a lo que se tiene. Así, aquella pobre viuda fue exaltada por Jesús, a pesar de sus dos reales, porque dio todo lo que tenía, mientras que los otros, los fariseos, daban de lo que les sobraba.

No se trata, pues, de dar, sino de compartir. Porque dar consiste en desprenderte de algo que quizás tienes mucho y te sobra, mientras que compartir es distribuir lo que tienes en partes. Se trata de partir con, es decir, con aquellos que necesitan y tienen poco. Repartir, también significado de compartir, con los que necesitan para vivir. Por lo tanto, el valor de ese dar se esconde en si das o compartes.

Tratemos de imitar a la viuda compartiendo nuestra vida. No sólo con dinero, sino también con tiempo y disponibilidad. Experimentamos que eso nos cuesta y se nos hace difícil, pero también experimentamos que necesitamos la fuerza y Gracia del Espíritu Santo para poder ser generosos y compartir. Por eso necesitamos orar y pedir.

domingo, 22 de noviembre de 2015

EL SEÑOR, CENTRO Y REY DE NUESTRA VIDA

(Jn 18,33-37)


Para los que seguimos a Jesús, Él es nuestro Rey. No hay ninguna duda. Jesús es el centro y Rey de nuestras vidas. Pero, para aquellos que esperan de Jesús, poder, mando, riquezas y fuerzas, no está claro que un, aparenten, pobre y humilde hombre sea el Señor y salvador del mundo.

Esa es la disyuntiva. Si esperamos un Dios poderoso que impone su poder y su fuerza, Jesús no responde a esas expectativas. Jesús es más bien un estorbo. Eso fue lo que pensaron muchos judíos de aquel tiempo, y también los romanos que ocupaban el poder de la época. Precisamente Pilato, irónicamente, le preguntó sobre su reinado.

Jesús, firme y seguro de su misión e identidad, respondió: «Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido para que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí». Entonces Pilato le dijo: « ¿Luego tú eres Rey?». Respondió Jesús: «Sí, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz».

El amor es el arma que Jesús pone en acción. Porque de no ser el amor, ni un instante le hubiese bastado para imponerse. Sólo con pensarlo estaría realizado. Jesús, cumpliendo la misión encomendada por su Padre, ha venido a redimirnos por amor y con amor. Su Reino, como nos ha dicho, es un Reino de amor, de justicia y de paz. Y Él es el ejemplo y la Víctima propiciatoria que nos redime y nos rescata dando su Vida por amor.

El Señor es nuestro único y verdadero Rey, y en Él ponemos todas nuestras esperanzas. Un Rey que nos habla desde el corazón, y que ha escrito dentro de cada uno de sus hijos la ley del Amor. Porque todos los hombres sentimos, deseamos y queremos amar.