miércoles, 27 de septiembre de 2017

LAS PRISAS Y EL ESTRÉS

Lc 9,1-6
A la hora de pararnos y pensar qué pintamos en este mundo, es decir, qué hacemos y a dónde vamos, chocamos con la velocidad que nos imprime el ritmo de vida. Hablar de buscar tiempo para reflexionar y discernir que ocurre en nuestras vidas nos es hartamente difícil. Parece casi un disparate proponerlo. 

Pedir unos días de descanso y serenidad para pensar un poco respecto a organizar nuestra vida, nos parece perder el tiempo y gastarlo muy mal. Es decir, desperdiciarlo. No le damos valor ni importancia al tratar de pensar en nosotros mismos y descubrir que rumbo llevamos en nuestra vida. Sólo nos importa vivir cómodamente, placenteramente y satisfacer nuestros egoísmos, apetitos y apetencias sensuales.

Y para ello hay que producir dinero, riquezas, a fin de poder gastar y comprar todo eso que la sociedad, nuestra sociedad, nos vende y nos sugiere. El mayor engaño se esconde en que nos la venden como verdadera felicidad. Y ello supone que, sólo el tiempo que gastamos para eso es lo que verdaderamente vale e importa. Hablar de otras cosas nos suena a chino y disparate. Cuando no, pérdida de tiempo.

En esa situación, lo que nos propone Jesús hoy parece contradictorio y se encuentra en el extremo opuesto: «No toméis nada para el camino, ni bastón, ni alforja, ni pan, ni plata; ni tengáis dos túnicas cada uno. Cuando entréis en una casa, quedaos en ella hasta que os marchéis de allí. En cuanto a los que no os reciban, saliendo de aquella ciudad, sacudid el polvo de vuestros pies en testimonio contra ellos».

Sin embargo, los resultados también son contradictorios. Mientras los primero son víctimas de las prisas, las neurosis, las depresiones, esquizofrenias, histerias u otros desequilibrios y enfermedades, los segundos, encuentra la serenidad, la satisfacción, la paz y el gozo y plenitud de hacer lo que verdaderamente deseaban. Y es que una sociedad sin Dios lleva a una sociedad neurótica y depresiva. Sin rumbo y sin sentido.

Mientras que una sociedad apoyada en Dios y su Palabra, da sentido, gozo, paz y felicidad eterna. Porque somos sus criaturas y estamos hechos para el amor. Y el amor consiste en servirnos los unos a los otros, y eso demanda tiempo, reflexión y disponibilidad.

martes, 26 de septiembre de 2017

EL INTERÉS DE ACERCARSE

Lc 8,19-21
A la hora de escuchar, puede ocurrir que no estemos lo suficientemente cerca. Estar cerca es imprescindible para poder escuchar. Y el hecho de acercarse exige movimiento, camino y esfuerzo, que a veces no son lo suficientes para lograr acercarse. Pero, la actitud del intento y la disponibilidad terminan por conseguir lo que se proponen.

Escuchar la Palabra presupone ponerla en acción, porque sin llevarla a cabo, la escucha pierde todo su valor. Y no hay otra forma de emparentarse con Jesús que esa. El vínculo que nos une con Él es el cumplimiento de la Voluntad de Dios. Por tanto, se trata de escuchar y poner en práctica lo escuchado. Así de claro lo dice Jesús: En aquel tiempo, se presentaron la madre y los hermanos de Jesús donde Él estaba, pero no podían llegar hasta Él a causa de la gente. Le anunciaron: «Tu madre y tus hermanos están ahí fuera y quieren verte». Pero Él les respondió: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen».

A simple vista, parece que Jesús deja en mal lugar a su propia Madre, pero no es así. Ocurre todo lo contrario, porque es su Madre la primera que cumple la Voluntad de Dios. Su presencia nos descubre esto que decimos. Ella, María, la Madre de Jesús, obedece la elección de Dios para que sea la Madre de su Hijo. Se ofrece confiada en el Señor; acepta sin temor el dolor y sufrimientos que tal misión le supone, y, por su Sí decidido, Jesús está presente entre lo hombres diciendo lo que narra el Evangelio de hoy. Por lo tanto, lejos de ser un reproche a María, su Madre, es un hermoso piropo y elogio.

El Señor nos alecciona a darnos cuenta que la Palabra de Dios no sólo es escucharla, sino también hacerla vida en nuestras vidas. Necesitamos romper las barreras que nos separan de la escucha atenta de la Palabra y acercarnos, venciendo las dificultades, para escucharla y vivirla. Podemos reflexionar y preguntarnos, ¿qué tiempo dedico a reflexionar la Palabra de Dios?

lunes, 25 de septiembre de 2017

PODEMOS PERDER NUESTRA VIDA

Lc 8,16-18
Muchos dan por perdida sus vidas cuando les llegue sus horas. Piensan y creen que este mundo tiene un final, y para cada uno de ellos les llega con la muerte. Eso significa y quiere decir que las Palabras de Jesús no les hace mella, y las toman con indiferencia y sin hacerle ningún caso. Al menos esa es la traducción que lees tal y como observas el mundo que ves.

Todos sabemos y entendemos que lo lógico es poner la luz en alto. Las lámparas se cuelgan del techo, o se ponen en la mesa y en lugares elevados. Se trata de que den luz y alumbre lo más posible. Y eso se consigue elevándolas, no escondiéndolas. De la misma forma, nuestras vidas deben situarse. Deben estar en lo alto para que sean vista y den luz, que en sentido bíblico significa testimonio. Porque con el ejemplo los demás quedan interpelados e invitados a hacer otro tanto igual.

El Evangelio de hoy nos habla de eso. Debemos de esforzarnos en ser luz y dar ejemplo para los demás. Somos, los padres, los líderes de nuestras familias y los espejos donde se miran los hijos. La responsabilidad de ser luz y ejemplo para los hijos es seria y grande. Porque, los niños imitan lo que ven, sobre todo lo de sus padres y familiares.

Dependerá de la luz que seamos capaces de dar y alumbrar, para que nuestras vidas alcance la Misericordia de Dios y la Vida Eterna. Porque, en esa medida recibiremos más luz y más gozo y felicidad, pero, de no ser así, hasta lo poco que tengamos lo perderemos. Tratemos, pues, de elevar nuestras vidas por encima de las apetencias que este mundo nos sugiere y nos ofrece, porque, con ellas, trata de desenfocarnos y de arrojarnos, en lugar de luz, sombras y oscuridad. Hacer un corto circuito y dejarnos el corazón apagado.

Arrojemos luz, asistidos en el Espíritu Santo, para que nuestras vidas, iluminadas y llenas de la Luz de la Vida de la Gracia, sean testimonios, caminos y fogonazos que señalen el verdadero camino hacia la Casa de Dios. 

domingo, 24 de septiembre de 2017

TÚ TAMBIÉN ESTÁS INVITADO A LA VIÑA DEL SEÑOR

Mt 20,1-16
Todos estamos invitados y gozamos también de una gran ventaja, que el Señor, que nos invita, también nos espera pacientemente y, hasta nos busca. El Evangelio de hoy nos habla de eso y nos relata de cómo nos busca el Señor y nos invita. Incluso en las últimas horas de nuestros días.

Y la sorpresa, grata y generosa, es que nos paga lo mismo que los que acuden temprano. Su Generosidad y Misericordia es Infinita y la paga que nos da, no mereciéndola, llena de plenitud todas nuestras aspiraciones. Pero, tenemos que estar atentos para acudir a la cita, y estar en la plaza para encontrarnos con el Señor. ¿Y dónde está la plaza?

Posiblemente, la plaza estará en tu corazón. Un corazón peregrino que camina y busca al Señor. En la Iglesia, en las comunidades, en los grupos, en el camino de tu propia vida. No puedes dormirte y quedarte rezagado en las reales plazas de tu pueblo; en los caminos andantes que la vida te ofrece; en las seducciones que este mundo te ofrece y con las que te distrae. ¡No!, debes estar en actitud de búsqueda, de búsqueda de ese trabajo para el que te necesitan otros y a los que tú puedes aliviar y servir.

A pesar de la crisis que reina en el mundo y de los intereses creados que origina envidia, enfrentamientos, luchas, despidos y situaciones de desahucios y marginación, en la Viña del Señor siempre hay trabajo. Y se puede ingresar a cualquier hora. Nunca es tarde y el premio siempre será la salvación, porque en la Viña del Señor hay cabida para todos. Y todos son llamados y bienvenidos.

Por lo tanto, no desoigamos esa invitación y llamada a trabajar en la Viña del Señor. Se necesitan muchas manos y hay mucha tarea que hacer. Es cuestión de organizarse y de compaginar familia, trabajo y descanso, porque el amor se concreta en eso, en dar parte de tu tiempo en servicio a los demás.

sábado, 23 de septiembre de 2017

¿TE CONSIDERAS SEMILLA CAÍDA EN TIERRA MALA O BUENA?

Lc 8,4-15
La parábola del sembrador nos retrata muy acertadamente. Y es que las palabras se las lleva el viento y, depositadas en las orillas de los caminos son devoradas por los pajarillos del campo. Y es que no cuidamos la Palabra recibida, ni tampoco la escuchamos debidamente. Se nos desparrama y se nos queda al borde del camino. ¡Y, claro, vienen los pajarillos y se la comen!

Posiblemente, ocurre que no la guardamos con interés, ni tampoco con devoción. No le permitimos entrar en nuestros corazones y la dejamos a merced de los pajarillos del campo. En otra ocasiones, las circunstancias de la vida nos plantan en terrenos pedregosos, y su falta de humedad y profundidad nos impide echar raíces, y, por supuesto, menos, frutos.

Las guerras, las imposiciones caprichosas e interesadas, las luchas por el poder económico y de poder, no nos dejan discernir y dar profundidad a nuestros criterios. Menos a la Palabra de Dios. Quizás, también perdemos la confianza de sabernos mirados y salvados en el Señor, y nos desespera nuestros padecimientos y sufrimientos. También, puede ocurrirnos que nuestra vida se enrede entre zarzas y, al crecer junto a ellas nos ahoguen y nos sequen nuestras propias raíces.  

Latentes en una sociedad llena de ofertas, atractivos que nos seducen, nuestras vidas caminan en un constante peligro. Sin la verdadera y única sabia de la Gracia estamos destinados a secarnos y a ser pastos de los pajarillos, de la sequedad y poca profundidad de la tierra y de las zarzas. Sin embargo, también puede ocurrir que nuestras vidas, a pesar de tantos peligros y tentaciones, se hundan en la profundidad de la tierra y, fecundadas por la Palabra, sean fertilizadas y den buenos y hermosos frutos.

Porque, Tú, Señor, eres mi Palabra, mi Camino, mi Verdad y mi Vida. Tú me das la fuerza que necesito para superar las dificultades que tratan de impedirme discernir, abriendo mi corazón a tu Palabra, para dar buenos frutos cargados de verdadero amor y felicidad.

viernes, 22 de septiembre de 2017

UN DÍA CUALQUIERA

Lc 8,1-3
En la vida del cristiano todos los días son diferentes, pero también sencillos y corrientes. Corrientes, porque no se trata de hacer cosas fuera de lo sencillamente común, sino vivir atentos a lo que se hacen cada día. Es decir, en el esfuerzo de hacer el bien. 

Un día es un tiempo para hacer el bien, y hacerlo de forma humilde y sencilla. Hacerlo con la buena intención de buscar el bien de todos aquellos que están a nuestro alcance. Y el bien es procurar acercarlo al Señor, bien con la palabra o con las obras. Porque el único bien es el Señor. En Él todo transcurre de forma sencilla y plena respecto al bien. El Evangelio de hoy nos describe esa actitud de cada día de Jesús: 

En aquel tiempo, Jesús iba por ciudades y pueblos, proclamando y anunciando la Buena Nueva del Reino de Dios; le acompañaban los Doce, y algunas mujeres que habían sido curadas de espíritus malignos y enfermedades: María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios, Juana, mujer de Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que les servían con sus bienes.

Es muy breve, pero su brevedad es profunda y da para mucho. Vivir en la cotidianidad con la entereza de hacer el bien, tratando de quedarte tú para el último lugar; atendiendo a todos con el mismo empeño si se tratara atenderte tu mismo;  Y eso lo podemos hacer en nuestras casas en las labores domesticas; en el trabajo con los compañeros; en el tiempo de ocio con los amigos y en nuestro paso por el pueblo o ciudad donde vivamos. Proclamar el Reino de Dios con nuestra palabra y nuestra vida.

Y observamos que Jesús, aparte de los doce discípulos, también iba acompañados por algunas mujeres. Mujeres que le seguían y le ayudaban con sus bienes en su proclamación de la Buena Noticia. Mujeres que abundan hoy en la Iglesia y en la que su papel es de gran importancia.

jueves, 21 de septiembre de 2017

SALVACIÓN Y PECADORES

Mt 9,9-13
No cabe duda que para ser salvado necesitas primero estar en peligro. Nadie salva a alguien que no se encuentre en una situación necesitada de ser salvado. Mateo experimentó esa necesidad de ser salvado. Quizás llegó a darse cuenta de que su situación, recaudador de impuesto, no era lo suficientemente buena para alcanzar la salvación. Quizás descubrió su miseria y su complicidad con aquellos que, encabezados por Herodes, oprimían a su propio pueblo.

Para seguir a Jesús hay que estar realmente inquieto. Hay que tener hambre y sed de salir de una situación de pecado y ser limpiado. Hay, primero, que tomar conciencia de esa situación y buscar al que te pueda limpiar. Posiblemente, la raíz de que Mateo siguiera a Jesús puede esconderse en esas situaciones o actitudes. Hay que experimentarse pecador, para, arrepentido, querer ser perdonado.

Es, entonces, cuando estás preparado y dispuesto a seguir a Jesús. Pienso que Jesús intuyó esa actitud en Mateo. Leyó las buenas intenciones de su corazón, y le llamó. Y pienso que también tú y yo debemos plantearnos si queremos seguir a Jesús por su prestigio, su fama de solucionar problemas, o por verdadera misericordia y arrepentimiento de nuestras propias miserias.

Porque, sólo cuando experimentamos arrepentimiento y nos descubrimos egoístas y suficientes, estamos en la recta final de acudir a la llamada del Señor. Porque, sólo en Él encontramos la serenidad, la paz y la misericordia que nos da su perdón y su amor. Porque, sólo en Él descubrimos la fuerza que nos puede liberar de nuestra pobreza, de nuestra esclavitud y sometimiento a nuestros propios egos. Porque sin Él estamos enfrentados a una lucha suicida de ambiciones, poderes, riquezas, soberbias y vanidades que nos esclavizan y someten. Y nos destruyen.

Si, necesitamos reflexionar sobre sus últimas palabras en este pasaje evangélico: Mas Él, al oírlo, dijo: «No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal. Id, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores».