Lc 8, 19-21 |
No
terminaba de sorprenderse. ¡Cuánta gente abandonada, sin recursos y familia!
Pedro no entendía cómo podía suceder eso en tantos lugares. Él, que había
nacido en una familia de bien, había sido educado con todo lo necesario, y
vivido en ambientes donde todos tenían una familia que les protegiera.
«¿Cómo puede suceder eso?», se preguntaba Pedro. No daba crédito a lo que leía.
—Buenos
días, Pedro, ¿cómo estás?
—¡Sorprendido!
Estoy leyendo y no creo lo que leo. Ingente cantidad de personas desvinculadas,
sin familias ni recursos. ¡Es un desorden familiar! ¿Dónde están los vínculos
de sangre de estas personas?
—Hay
lugares —dijo Manuel— donde reina el caos organizativo. No hay registro ni
relación de vínculos, ni siquiera saben de responsabilidades. Cada cual anda a
su libre albedrío y actúa según le convenga y piense. De esta forma sucede lo
que estás leyendo.
—Pero,
¿y qué pasa con esas personas —dijo Pedro con cierto enfado—? Sobre todo los
niños.
—Pues,
sufren, mueren o, algunos, tienen la suerte de ser recogidos por familias
generosas. Verdaderamente es una tragedia.
—¡Y
de las grandes! —replicó Pedro consternado.
—Hay
algo muy importante. Jesús ha venido para solucionar toda esa desvinculación
entre los seres humanos. Para eso tomó nuestra propia naturaleza, y nos anunció
el vínculo del amor, dejando el de la sangre en segundo plano. Lo puedes leer
en Lc 8, 19-21. Para Jesús, «su madre y sus hermanos son los que escuchan la
Palabra de Dios y la cumplen».
La comunidad cristiana trata de llevar a la vida, en el presente, lo que solo será una realidad definitiva mañana: una familia humana reconciliada, en la que todos se reconocen como hermanos y hermanas y en la que solo Dios ejerce de Padre y Madre de misericordia.
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