sábado, 27 de junio de 2015

NO PUEDO AUMENTAR MI FE

(Mt 8,5-17)


No sé qué hacer para acrecentar mi fe. ¿Cómo sería la fe del centurión? De sus palabras se desprenden gran fe y una gran confianza en que el Señor puede curar a su siervo. Yo quiero creer así también Señor, pero experimento debilidad y confusión porque no tengo ninguna señal que me lo haga saber y me descubra la medida de mi fe.

Posiblemente estoy ciego y no veo todo lo que he recibido. Posiblemente estoy más que ciego, y no percibo los hermosos y largos días de la vida que Él me ha dado. Posiblemente no advierto que mi fe es la que hoy puedo tener, y que tener más podría ser malo para mí. Posiblemente no sé las razones de que Dios no quiera aumentarme la fe, y sí lo hizo con aquel centurión. 

Posiblemente no sepa nada, y lo que debo hacer es postrarme ante el Señor y confiar esperanzado en su Misericordia y Amor. Doy gracias a Dios, mi Padre, por demostrarme todo su Amor en Palabras de su Hijo Jesús, y en entregarlo a una muerte de Cruz para darme la oportunidad de salvarme. Doy gracias por tanta Misericordia, pues me siento indigno de recibirla.

A veces pienso que mi fe es muy pequeña porque no me siento con confianza para entregarme como me gustaría, o como pienso que debo hacer; otras veces creo que es el Maligno, quién me inquieta y hace pensar así para desesperarme y confundirme. De una u otra forma experimento que mi fe es pobre, pequeña y se tambalea. Quisiera tener una fe como la del centurión, pero eso me recuerda a algunos amigos que me han confiado que les gustaría creer en Dios.

La fe es un don de Dios, y creo que todos la tenemos sellada en nuestro corazón, porque Dios nos la ha dado como Padre Bueno que es y quiere que todos sus hijos crean en Él. Ocurre que muchos la rechazamos, otros la acogemos con indiferencia; otros no llegamos ni a descubrirla y nos quedamos en la mediocridad, y sólo algunos la acogemos, la aceptamos y nos abrimos a ella. Es posible que muchos de los que abren sus corazones a la fe se queden en un treinta por ciento, otros en un setenta y algunos lleguen al cien.

No sé dónde estaré yo. Creo que algo debo tener, y, por eso le doy gracias a Dios. Y digo algo debo tener en cuanto trato de buscarle y esforzarme en vivir su Palabra. ¡Claro!, dejo mucho que desear, pero confío en que pueda, con su Gracia, ir mejorando. 

Por eso, te pido, Señor, que aumentes mi fe, porque yo no puedo sino postrarme delante de Ti y esperar confiado que quieras dármela. Si Tú quieres Señor, como diría el centurión, puedes hacerlo. Amén.

viernes, 26 de junio de 2015

PRIMERO RECONOCERME PECADOR

(Mt 8,1-4)


Está claro que no va al médico sino aquel que se siente enfermo. Un enfermo de azúcar no se da cuenta de su enfermedad si no se hace un control de su glucosa, porque ella no avisa. Te va deteriorando sin que te des cuenta. Y, el ejemplo que nos sirve a nosotros, no acudes al médico a controlársela sino cuando adviertes que la padeces.

De igual forma, no acudirás al Señor mientras no reconozcas tu condición pecadora. La lepra del pecado nos va minando y comiendo nuestra alma, y contagiándonos hasta perdernos. Necesitamos advertirlo, y ya descubierta la enfermedad buscar al Médico del alma para que nos limpie y nos sane. Es resaltable y digno de admiración  la confianza del leproso en el poder del Señor para curarle. Pero más importante es darnos cuenta de nuestras lepras, no tan visibles como la lepra original, pero igual de mortífera que ella.

El mundo nos distrae, y los ambientes tan contaminados de bienestar, de comodidades, de pasa tiempos y diversiones; de distracciones, eventos deportivos, ocio y juegos, actos sociales...etc. A los que se suman Internet, televisiones, vídeos, películas y un sinfín de actividades que nos excluyen a Dios de nuestra vida. Es más, llegamos a pensar que Dios nos molesta y estorba, y, en el mejor de los casos, pensamos que ya le atenderemos cuando seamos mayores y le necesitemos, pero por ahora no nos hace falta.

Posiblemente pensemos que no nos hace falta ninguna limpieza. Somos gente buena y honrada y sana. Y eso de la lepra no va con nosotros. Sin embargo excluimos a muchos, rechazamos a aquellos que no gozan de nuestra simpatía y seguimos nuestros proyectos sin tener en cuenta a los demás. En pocas palabras, pensamos en nosotros y muy poco en los demás. Y en ese poco de los demás solo incluimos a algunos: hijos, familiares y amigos que nos caen muy simpáticos. Los enemigos ni verlos.

No es leve nuestra enfermedad de lepra, que nos aleja del Señor y nos mancha con el pecado del desamor. Llega incluso a vendarnos nuestros ojos y no ver sino lo que el pecado quiere que veamos. Permanecemos ciegos y dejándonos guiar por ciegos. Y mientras no descubramos nuestras lepras no recurriremos al Señor para pedirle que nos limpie. Y pedírselo con confianza, porque el Señor ha venido para limpiarnos, pero necesita, como el leproso del Evangelio, que le digas: «Señor, si quieres puedes limpiarme»

jueves, 25 de junio de 2015

SOY YO DE LOS QUE DIGO: SEÑOR, SEÑOR

(Mt 7,21-29)


Se me ponen los pelos de punta porque no me hace discípulo de Jesús el ir a verle y hablar con Él, sino el amor con el que viva sus Palabras y los frutos que del mismo se desprendan. Muchas veces hemos hablado sobre esto, y reflexionado profundamente, pero no estoy seguro de que lo esté cumpliendo.

Quizás el saber que puedo confesar mi fracaso y, arrepentido, volver a empezar, me da esperanza, pero el gusanillo del temor a engañarme, acomodarme y descansar en mi confortable vida de piedad, que me sirve para llenar las horas de aburrimiento y pasarlas mejor, me hace temblar. No estoy contento con mi labor de apostolado, o al menos insatisfecho. Siempre me culpo de pasividad o comodidad.

Sé y conozco a gente que lo pasa mal. Sé que hay necesidades y servicios por los que puedo y debo hacer algo más, y sabiéndolos me quedo en silencio y quieto. Quizás no sepa qué y cómo hacer; quizás el miedo o sentido de ridículo me paralice; quizás mis prejuicios o falta de fe...etc. Realmente no sé qué puede ocurrir, pero lo que sí sé es que no apuro mi vida hasta el extremo de sufrir lo que sea por servir y amar por Cristo. Y eso es de lo que el Señor me va a pedir cuentas.

Me da miedo que no me asalte la intranquilidad y desesperación, y que reflexione sobre esto de forma serena y tranquila. Temo instalarme y acomodarme, y eso me descubre que el Maligno trata de que no nos preocupemos ni nos tomemos esto tan en serio. Nos lleva a la mediocridad y a instalarnos entre dos aguas. Por eso, Señor, no pierdo las esperanzas de que tu Gracia me transforme y me llene de vida y vitalidad para saltar como el ciego Bartimeo y responderte con ese: Señor, ¿qué quieres de mí?

Toda esta forma de plantearme mi vida Señor, me lleva a pedirte desesperadamente que cambies mi corazón y me llenes de la caridad y generosidad con la que deseo servirte en los hermanos. Percibo cada momento como un tesoro que se me escapa, y experimento mi propia impotencia de no poder cambiar sin tu Gracia. Eso me descubre la imperiosa necesidad de agarrarme fuertemente a Ti, y de implorarte a cada instante tu Gracia. Porque no quiero perderte a pesar de mi tibieza, y quizás, es esa tibieza, de la que me avergüenzo, el imán que me mantiene temerosamente agarrado a Ti.

¡Oh, Señor, dame la Gracia de crecer en tu Amor por el amor a mis hermanos! Dame la sabiduría de encontrar la medida de mi caridad y de darla para buen provecho de mi prójimo. No quiero, por acallar mi conciencia, derramarla cómodamente, sino darla y compartirla con el sudor de mi sangre. Que mis oraciones tengan respuestas en la entrega de mi vida.

miércoles, 24 de junio de 2015

TOMA CONCIENCIA QUE, EN ESTE MISMO MOMENTO, EL SEÑOR ACTUA


(Lc 1,57-66.80)


No hay instante en los que el Señor deje de actuar. Todo instante es del Señor. Él es el tiempo, el espacio y todo, porque en todos está su presencia creadora y protectora. Nuestra vida está llena de su presencia y todo lo que ocurre está supervisado por su Voluntad. De modo que, si deja que ocurra lo que ocurre es porque conviene para nuestro bien.

Pero, también, el Señor ha querido también por su Voluntad, dejarnos intervenir. Y nos ha dado la libertad de elegir. Elegir obedecerle o no hacerlo. Somos las únicas criaturas que podemos rechazarle y negarle. De tal forma que, sucediendo algo que puede ser para nuestro provecho, nosotros lo utilizamos para nuestra perdición.

El Señor nuestro Dios intervino en la casa de Zacarías e Isabel, y siendo mayores les concedió el favor de un hijo. Un hijo al que le iba a ser encomendada una misión, la de preparar los caminos al enviado del Padre, el Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Nada es imposible para nuestro Padre Dios, y aquella profecía se cumplió, a pesar de la duda de Zacarías, que perdió el habla por algún tiempo como prueba de que aquello era cosa de Dios. Recuperándola al reconocerlo, asintiendo el día de la circunscisión del niño, con el nombre de Juan.

Juan creció y  su espíritu se fortaleció preparándose para la misión para la que había venido. Vivió en los desiertos hasta el momento de su manifestación al pueblo de Israel. Pueblo que estaba desorientado, en silencio y alejándose de los caminos de Dios. Juan fue la voz que gritó en el desierto llamando a conversión, y preparando los caminos del Señor. No era la Palabra, sino la voz que clamaba y anunciaba la venida del Mesías y Salvador.

Juan preparaba el terreno para el arrepentimiento, para la conversión y para el Bautismo. Él bautizaba con agua, pero anunciaba que el que había de venir lo haría con Espíritu. El Espíritu de Dios que fortalece y  transforma nuestros corazones, y que nos envía también a proclamar el Evangelio.

Por el Bautismos estamos comprometidos a ser antorchas vivas de la Palabra de Dios, porque llevamos dentro el Espíritu Santo, que nos capacita y nos llena de sabiduría para proclamar con nuestras vidas alabanzas y glorias al Señor.

martes, 23 de junio de 2015

INTENTALO, VIVE LA EXPERIENCIA DE OCUPAR EL LUGAR DEL OTRO

(Mt 7,6.12-14)


No es cuestión de juzgar ni criticar, sino de valorar los actos de los demás desde una vivencia personal de los mismos. No cabe duda que cuando intentas recomponer los hechos que han llevado a otro a cometer errores, y tratas de vivenciarlos en tu vida, comprendes las dificultades y la posibilidad de equivocarte.

Entonces es cuando estás en situación de entender y comprender el fracaso o error de otra persona. Es fácil caer en el error de criticar y juzgar a bote pronto, y emitir juicios prematuros y sin el conocimiento profundo de vivir esa experiencia. Todo sería diferente si, pacientemente, tratásemos de construir los hechos desde la realidad de experimentarlos personalmente.

Hoy en el Evangelio, Jesús nos habla de cuidarnos de su Gracia. Gracia recibida de su Amor a los que se abren a ella. No se pueden desperdiciar entre aquellos que, siendo hijos, se cierran a recibirla, e incluso la rechazan. De igual forma, el amor nos exige compartir, y compartir lo que buscamos para nosotros mismos. Amar establece querer para otros lo mismo que deseas y quieres para ti. Volvemos a repetirlo porque no hay otra forma mejor de decirlo: Ocupar el lugar del otro es la mejor experiencia que nos ayuda a entenderlo y comprenderlo, y también a amarlo.

Porque el amor es precisamente eso, buscar y desear el bien, que buscas y deseas para ti. Es transmitir esa felicidad que descubres en tu relación con Jesús a aquellos que no la han descubierto, la ignoran o la rechazan sin conocerla. Es simplemente dar lo que descubres que es bueno para ti y lo puede ser para los otros.

Y se hace difícil vivir esas actitudes. Exige una constante renuncia y asumir muchos rechazos y dificultades que obstaculizan tus buenas intenciones. La puerta se estrecha mucho hasta el punto que el camino se hace muy sacrificado, incluso llegando en algunos momentos a la amenaza de martirio. Por el contrario, la puerta ancha es la de la despreocupación, la de las apariencias de felicidad, de comodidad, de bienestar y la de los intereses egoístas. Es mucho más fácil seguirla y caben todos y todo.

Pero, sabemos por experiencia, que al final ese camino lleva a la perdición. Lo hemos vivido y conocido en muchos amigos y personas conocidas. La felicidad que buscamos no es la que da el poder, ni las riquezas, ni tampoco el alcohol, el sexo o la fama y privilegios. Son felicidades y gozos efímeros, caducos y que nos llevan al vacío y la perdición.

La verdadera felicidad sabemos que está en vivir una vida entregada a amar de verdad. Un amor que se experimenta en el dar y servir. En buscar el bien del otro de la misma forma que lo buscas para ti.

lunes, 22 de junio de 2015

AL JUZGAR PONTE EN EL LUGAR DEL OTRO

(Mt 7,1-5)


Supongo que esa es la actitud correcta, la de ponerse en lugar del otro, porque así nuestro juicio será bueno y sensato, y vendrá cargado de buenas intenciones fraternas que nos ayuden a corregirnos y mejorar. Creo que eso es lo que Jesús nos advierte en el Evangelio de hoy, porque también, en otro momento, nos anima a corregir fraternamente a nuestros hermanos cuando advertimos su mala conducta.

No se trata, pues, de juzgar a la ligera y sin tener en cuenta nuestra misma conducta, que a veces también deja mucho que desear y comete los mismos o peores errores. Se trata de ser positivo y tener una actitud fraterna y bien intencionada al tratar de corregir y denunciar los fallos que cometemos, tantos propios como del prójimo. Se trata de sumar, de favorecer circunstancias positivas, de mejorar y de perfeccionarse.

Se trata de, antes de mirar al otro, mirarte tú mismo, y descubrir, quizás, la viga en tu ojo antes de criticar y denunciar la mota del otro. Ese es el sentido del juicio. Porque juicios hay que hacer para discernir el buen camino o el malo. Y al hacerlo estamos ya juzgando. No podremos decidir si esto está bien hecho o mal sin antes emitir un previo juicio. Jesús nos habló en parábolas y nos ayudó a discernir el buen camino y a juzgar el camino malo para, conociéndolo, desecharlo y descartarlo.

Está claro que el Señor nos aclara que lo importante son las buenas intenciones del corazón. Juzgar con amor no es acusar ni desprestigiar a nadie, sino tratar de ayudarle a advertir que se aleja del buen camino y se aventura por otros peligrosos que ponen en peligro su vida. Se trata de descubrir la necesidad del Buen Pastor y de permanecer en el seguro y verdadero redil. Las tentaciones del mundo pueden confundirnos y llevarnos a cañadas y peligros desconocidos y con malas intenciones.

Tratemos de limpiar primero nuestras propias vigas de nuestros oscuros ojos, para ver claro y, entonces, atrevernos a juzgar con un corazón limpio y fraterno las motas o errores en los ojos de los demás. Porque de esa manera seremos capaces de arrojar luz y misericordia de la Mano del Espíritu Santo en el corazón de los demás.

Pidamos al Espíritu de Dios la Gracia de saber  juzgar desde el amor injertado en el Señor.

domingo, 21 de junio de 2015

Y, HOY, TODAVÍA SEGUIMOS PREGUNTÁNDOTE, SEÑOR

(Mc 4,35-41)


No hemos parado de preguntarle al Señor. Continuamos haciéndolo porque surgen muchos interrogantes que nos interpelan y nos dejan perplejo. No entendemos lo ocurrido en los campos nazis de refugiado durante la segunda guerra mundial; no entendemos el hambre y la sed que padece África y otros lugares del mundo. Menos entendemos las migraciones que se suceden en pleno siglo XXI y que son carne de explotación y esclavitud en los países de destino.

Sí, hemos levantado la mirada y dirigida al Cielo le hemos preguntado al Señor: ¿Dónde estás Dios mío? ¿Por qué permites que estas cosas sucedan? Observamos impotente los devastadores tsunami, huracanes y terremotos que devastan pueblos enteros y que suceden en zonas pobres y débiles. Y qué quizás nosotros no socorremos como deberíamos hacer o ayudar para que no suceda de forma tan mortífera e indefensa.

En estos casos no se trata de falta de confianza, sino de no hacer las cosas como se tendrían que hacer. Porque el mundo tiene recursos para evitar estas situaciones puntuales o para que no sean tan devastadoras. Sabemos que no existe la solidaridad necesaria, no tanto a esos momentos, sino a tener una ayuda y preparación para formarse y prepararse para evitarlos cuando llegue la hora. Se hace necesario preparar y darles a esos pueblos las herramientas necesarias para que sean capaces de proveerse todo lo que necesitan.

Pero, a pesar de todo eso, debemos saber y confiar que Jesús está entre nosotros. Y nos dará la fuerza y el valor que necesitamos para afrontar las diversas situaciones. Esos son los miedos que tenemos que quitar de nuestros corazones. Debemos confiar que nuestro trabajo diario por hacer justicia y buscar la verdad, para encender la fraternidad entre los pueblos, está supervisado por el Ojo de Dios, y que Él nos proveerá y dará todo lo que necesitemos para que la justicia y la verdad primen por encima de todo.

Así ocurrió aquel día con los apóstoles en la barca. Asustados le despertaron, y Jesús les interpeló de cobardes y de poca fe. Igual nos ocurre a nosotros. Nos asustamos por todo lo que sucede a nuestro derredor. Sentimos miedo de las persecuciones y posiblemente por nuestros fracasos. Pero no olvidemos nunca que Jesús está con nosotros. 

Nos lo ha prometido Él, y su Palabra siempre se cumple. Perdona Señor nuestra osadía y atrevimiento. Danos el don de la fe y la confianza en tu Palabra, porque sólo Tú tienes Palabra de Vida Eterna. Amén.