jueves, 25 de junio de 2015

SOY YO DE LOS QUE DIGO: SEÑOR, SEÑOR

(Mt 7,21-29)


Se me ponen los pelos de punta porque no me hace discípulo de Jesús el ir a verle y hablar con Él, sino el amor con el que viva sus Palabras y los frutos que del mismo se desprendan. Muchas veces hemos hablado sobre esto, y reflexionado profundamente, pero no estoy seguro de que lo esté cumpliendo.

Quizás el saber que puedo confesar mi fracaso y, arrepentido, volver a empezar, me da esperanza, pero el gusanillo del temor a engañarme, acomodarme y descansar en mi confortable vida de piedad, que me sirve para llenar las horas de aburrimiento y pasarlas mejor, me hace temblar. No estoy contento con mi labor de apostolado, o al menos insatisfecho. Siempre me culpo de pasividad o comodidad.

Sé y conozco a gente que lo pasa mal. Sé que hay necesidades y servicios por los que puedo y debo hacer algo más, y sabiéndolos me quedo en silencio y quieto. Quizás no sepa qué y cómo hacer; quizás el miedo o sentido de ridículo me paralice; quizás mis prejuicios o falta de fe...etc. Realmente no sé qué puede ocurrir, pero lo que sí sé es que no apuro mi vida hasta el extremo de sufrir lo que sea por servir y amar por Cristo. Y eso es de lo que el Señor me va a pedir cuentas.

Me da miedo que no me asalte la intranquilidad y desesperación, y que reflexione sobre esto de forma serena y tranquila. Temo instalarme y acomodarme, y eso me descubre que el Maligno trata de que no nos preocupemos ni nos tomemos esto tan en serio. Nos lleva a la mediocridad y a instalarnos entre dos aguas. Por eso, Señor, no pierdo las esperanzas de que tu Gracia me transforme y me llene de vida y vitalidad para saltar como el ciego Bartimeo y responderte con ese: Señor, ¿qué quieres de mí?

Toda esta forma de plantearme mi vida Señor, me lleva a pedirte desesperadamente que cambies mi corazón y me llenes de la caridad y generosidad con la que deseo servirte en los hermanos. Percibo cada momento como un tesoro que se me escapa, y experimento mi propia impotencia de no poder cambiar sin tu Gracia. Eso me descubre la imperiosa necesidad de agarrarme fuertemente a Ti, y de implorarte a cada instante tu Gracia. Porque no quiero perderte a pesar de mi tibieza, y quizás, es esa tibieza, de la que me avergüenzo, el imán que me mantiene temerosamente agarrado a Ti.

¡Oh, Señor, dame la Gracia de crecer en tu Amor por el amor a mis hermanos! Dame la sabiduría de encontrar la medida de mi caridad y de darla para buen provecho de mi prójimo. No quiero, por acallar mi conciencia, derramarla cómodamente, sino darla y compartirla con el sudor de mi sangre. Que mis oraciones tengan respuestas en la entrega de mi vida.

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