Mt 18, 1-5. 10 |
La lluvia era intensa y el frío congelaba su
corazón. Juanito, así se llamaba, se había perdido y no encontraba el camino de
regreso a casa. Imaginaba que sus padres, quizás preocupados, lo estarían
buscando.
Había salido con otros amiguitos y, entusiasmados
con el juego, se alejaron sin darse cuenta del camino conocido por el que
regresaba cada día a casa. La lluvia los sorprendió y, al buscar un lugar donde
refugiarse, Juanito perdió la orientación.
La situación empeoraba y, casi sin darse cuenta, su
rostro se llenó de lágrimas, fruto del desespero y del temblor que le causaba
el frío, cada vez más intenso.
«¡Dios mío, ángel de mi guarda, sácame de esta!», murmuró con voz entrecortada,
rozando la desesperación.
Pasada media hora, cuando ya su cara era una cascada
de lágrimas y se disponía a gritar socorro, acertó a pasar por allí Pedro. A él
le había ocurrido algo parecido: había salido a dar un paseo en coche esperando
gozar de una plácida llovizna que, para sorpresa de todos —incluso de los
meteorólogos—, se había convertido en una lluvia intensa, rozando tormenta.
No vio nada al principio, pero sí oyó un susurro, un
gemido leve que le hizo pensar que alguien podía estar en apuros. Paró el coche
y trató de fijarse bien a su alrededor. Pasados unos minutos, se disponía a
seguir su camino cuando, inesperadamente, unas ramas se desprendieron y cayeron
delante del pequeño refugio de Juanito.
«¿Qué es aquello? Algo se mueve allí», se dijo sorprendido.
Agudizó la vista y, atónito, descubrió un rostro
cubierto de lágrimas y aterido de frío. Sin pensarlo dos veces, salió del
coche, sin reparar en la lluvia, tomó a Juanito de las manos y lo llevó hasta
su vehículo. Sin lugar a duda, había aparecido su ángel de la guarda.
—Eso que acabo de contarte, amigo Manuel, me ocurrió
hace ya tiempo —dijo Pedro—. Y siempre lo recuerdo con gozo, a pesar del dolor
que sufrió aquel niño.
—La alegría del rescate borra todo sufrimiento, y el
gozo de verse salvado supera cualquier dolor —respondió Manuel.
—Esa fue la sensación que sentí en aquel momento.
Todo se transformó en alegría y felicidad.
—Los niños —Jesús lo dice en Mt 18, 1-5.10— están en
el centro, no para acusarlos, sino para protegerlos. Esa es la misión de su
vida: situar a los frágiles —como los niños— en el corazón de sus atenciones.
Pedro, tras el recuerdo de su buena acción y las
palabras de Manuel, se estremeció de gozo y paz.
El Reino se construye incorporando al hogar común a
los débiles y abatidos, a los olvidados y descartados. Cuando dejamos que los
últimos despierten nuestra compasión, entonces el Reino comienza a asomarse,
dignificando e integrando.
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