Lc 10, 17-24 |
Juan había logrado muchas cosas exitosas. Gozaba de
un bien ganado prestigio intelectual y era muy estimado por sus superiores,
subordinados y amigos. Se sentía importante y se vanagloriaba de sus logros en
el mundo empresarial en el que se movía.
Apartó la revista a un lado y pensó: «Historias como
estas suceden a menudo en nuestro mundo».
Como si un impulso lo hubiera detenido, Pedro quedó
inmóvil, meditativo y concentrado en ese pensamiento. Miró a Manuel con una
expresión desafiante y preguntó:
—¿Piensas que hay gente que se cree autosuficiente y
protagonista absoluto de sus habilidades y actos?
—No comprendo bien a qué te refieres —respondió
Manuel.
—Quiero decir que muchos creen que sus triunfos son
solo mérito suyo. Piensan que se deben únicamente a su inteligencia y
cualidades… como si nada les hubiera sido dado.
—Sí, ahora te comprendo —dijo Manuel—. Toda
sabiduría (Lc 10, 17-24) nos viene dada desde lo alto. Nuestro agradecimiento y
alegría no deben centrarse en nuestros éxitos, sino en reconocernos hijos de
Dios. De Él nos viene todo poder.
—Creo que lo que dices es cierto. Todo nos viene de
lo alto, y se manifiesta de forma extraordinaria en personas humildes y
sencillas, que nos asombran con su sabiduría.
—Así es. No debemos gloriarnos como si fuésemos
nosotros los protagonistas: el protagonista es uno solo, ¡el Señor! Nuestra
verdadera alegría es esta: ser sus discípulos, sus amigos.
Tenemos que ser como niños —como nos dice Jesús—
para entrar en el Reino de los Cielos. Cultivar la humildad, la confianza y la
sinceridad propias de un niño, en lugar de caer en la inmadurez. Ser receptivos
y abiertos a la gracia de Dios, sin pretensiones, dejándonos guiar por su
voluntad, tal como un niño recibe el amor de sus padres.
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