viernes, 28 de octubre de 2016

NECESIDAD DE LA ORACIÓN

(Lc 6,12-19)
Orar es necesario. Es y se hace necesario, porque a través de la oración nos relacionamos y mantenemos nuestro contacto con Dios. Porque Dios nos es absolutamente necesario para poder vencer al pecado y a las tentaciones con las que nos tienta el demonio.

Jesús nos da ejemplo de como Él se relaciona con el Padre. Precisamente, el Evangelio de hoy, nos presenta un pasaje en el que Jesús se retira a orar: En aquellos días, Jesús se fue al monte a orar, y se pasó la noche en oración con Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles.  Parece que Jesús tiene que tomar una sabia y difícil decisión, tal es la de elegir a los discípulos más íntimos, a los que llamará también apóstoles. Y consulta, pide la asistencia de su Padre Dios.

¿Hacemos nosotros lo mismo? ¿Nos ponemos delante del Señor para consultarle y tomar las decisiones que nuestra propia vida nos presenta? Podemos observar que uno de esos apóstoles no respondió y traicionó a Jesús. Deducimos que también a nosotros nos ocurre que nos equivocamos y tomamos decisiones que luego no son respondidas. Y es que los hombres son libres y, a pesar de ser llamados, pueden poner su voluntad al servicio de Dios o de ellos mismos, o de otros u otras cosas.

Jesús organiza su Iglesia y cura a todos aquellos que se acercan y creen en Él. ¿No es esta la misión de la Iglesia? ¿No es esta la misión de todos los enviados? ¿Nos sentimos nosotros iglesia y enviados a proclamar y a curar? ¿Pensamos que lo podemos hacer? Si Jesús lo hizo y lo sigue haciendo a través de aquellos que creen en Él, tú y yo en la medida que creamos también podemos hacerlo.

Confiemos en la Gracia de Dios y pidamos esa fe que nos haga experimentar y sentir que en el Señor todo es posible.

jueves, 27 de octubre de 2016

LA FIRMEZA DEL CAMINO

(Lc 13,31-35)
Sabemos que hay semillas que caen al borde del camino, y engullidas por los pájaros que por allí pisan pasan a formar parte de sus excrementos; otras crecen entre abrojos o pedregal y en uno u otro caso son ahogadas por el calor o las raíces que no las dejan crecer. También nuestras semillas corren esos peligros y sus caminos dependerá, no tanto del lugar donde caigan, sino de las actitudes que tomen para caminar.

El mundo en que vivimos está lleno de peligros. Peligros que nos tientan y tranta de desviarnos de la llamada a la que estamos destinados. Porque, ¿de dónde hemos salido?, y,  ¿a dónde vamos? Esa es la cuestión y la actitud que debe cuestionar nuestro camino. Hoy, el Evangelio nos dice que Jesús tenía claro su meta. Sabía a donde iba y también con quien iba. 

En aquel tiempo, algunos fariseos se acercaron a Jesús y le dijeron: «Sal y vete de aquí, porque Herodes quiere matarte». Y Él les dijo: «Id a decir a ese zorro: ‘Yo expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana, y al tercer día soy consumado. Pero conviene que hoy y mañana y pasado siga adelante, porque no cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén’.

¿Sabemos también nosotros nuestro camino, su principio y su final? Y, más, ¿creemos y confiamos en Aquel con quien lo recorremos? Porque ahí se esconde el secreto de todos aquellos que lo ha recorrido y han llegado al final. El peligro que nos espera a lo largo del camino es grande. Y tan grande que, de ir solos estamos perdidos. No podemos vencer al diablo. El demonio se nos presenta y trata de que no lo recorramos como pensamos. Porque pensamos en clave de amor; porque somos semejantes a Dios y porque en el amor encontramos la felicidad. Pero también experimentamos lo que nos cuesta y duele.

Necesitamos a toda costa injertarnos en el Espíritu Santo. En la homilía del Papa en Casa Santa Marta nos dice que seamos dócil al Espíritu Santo, porque sin Él no podremos vencer. Necesitamos ir bien agarrados al Espíritu de Dios porque con Él somos mayoría aplastante, y entonces la cosa cambia por completo. Ahí el demonio queda vencido y no tiene nada que hacer.

Pidamos es Gracia, la de darnos cuenta que sólo en y con el Señor seremos capaces de recorrer el camino de nuestra vida y destino y dar los frutos que el Padre quiere, le gusta y espera de nosotros.

miércoles, 26 de octubre de 2016

LA HORA DE LA VERDAD

(Lc 13,22-30)

Lo que verdaderamente importa es la hora de la verdad. Eso es conocido y bien sabido por todos. Nada importa sino el resultado final. De nada sirve, pues, pasarlo bien ahora si eso tiene fecha de caducidad y se pasará mal después y para siempre. Y esa inquietud y preocupación se hace hoy, en este Evangelio, pregunta para Jesús.

Uno le dijo: «Señor, ¿son pocos los que se salvan?».  El les dijo: «Luchad por entrar por la puerta estrecha, porque, os digo, muchos pretenderán entrar y no podrán. 

Entrar por la puerta estrecha implica una constante y perseverante actitud y esfuerzo. Sí, sabemos que sin el Señor no podemos avanzar ni superar nuestra condición humana y esclavizante, pero, el Señor, cuenta contigo. Para eso te ha hecho libre y te ha dotado de voluntad. Para que tú decidas y te esfuerces. Esa es la lucha y el camino contra corriente. Porque el mundo va por otro sitio.

Supongo que a eso se refiere Jesús cuando dice que muchos pretenderán entrar y no podrán. La lucha no la podemos hacer por nuestra cuenta. Tenemos que ir juntos, unidos en la Iglesia, pero también injertados en el Espíritu Santo, que ha sido enviado para asistirnos, fortalecernos, aconsejarnos, danos sabiduría y todo lo necesario para salir victorioso de nuestra lucha contra el Maligno.

Y el esfuerzo no consiste en simplemente cumplir, sino en cumplir amando. Es la actitud de amor misericordisoso la que nos salva, porque, precisamente eso es lo que nos enseña el Espíritu Santo, a ser misericordiosos como el Padre.

martes, 25 de octubre de 2016

TODOS DESEAMOS AMAR, PERO BIEN AMAR

(Lc 13,18-21)

La palabra amar lleva implicito hacer el bien, pues no ama quien busca su propio bien. Eso no es amar sino valerse de la apariencia del amor para conseguir beneficio en provecho propio. Está claro, el amos sólo se entiende desde el ofrecimiento gratuito y desinteresado por buscar el bien del otro. Así nos lo transmitió Jesús con su Vida y Obras.

El amor tiende a crecer, porque el bien atrae y es querido por todos. Pero, el amor, necesita tiempo, paciencia, fortaleza y esperanza. Diríamos que está sembrado y apoyado en la tierra que se abona con la paciencia de cada día, virtud apoyada a su vez en la confianza y fe en el Señor.  Diríamos que también el amor necesita de la fortaleza de encajar y superar los contratiempos y los embates de las incomprensiones, las pasiones y egoísmos.

 Pero, sobre todo, la esperanza de quien nos ha amado hasta el punto de enseñarnos con su Vida y Obra a saber esperar, con paciencia y fortaleza, la respuesta del hombre al amor. Incluso dándose hasta el extremo de entregar su Vida por cada uno de nosotros. Sobre esta confianza y fe apoyamos nuestra pobre y humilde paciencia, fortaleza y esperanza.

Esperanza de, a pesar de no verlos, surjan los frutos de ese amor que sólo la verdad puede construir y aflorar, hasta el punto de que todos los hombres descansen bajo su cobijo y protección. El Reino de Dios emergerá del trabajo constante, paciente y esperanzado de todos aquellos que, apoyados en el Espíritu Santo, por la Gracia de Dios, abonen la tierra de este mundo, de donde surgirá los frutos que darán paso a los valores del Reino.

lunes, 24 de octubre de 2016

EL INTERROGANTE DEL SÁBADO

(Lc 13,10-17)
No avanzamos, ante el sentido común obviamos la realidad y el bien y segumos empecinados en cerrarnos a la verdad y el bien de las personas. Incluso, anteponemos las necesidades de los animales antes que las personas. No nos hace falta irnos muy lejos, sobre todo a los españoles, para constatar que eso mismo está pasando en nuestro país. Los ojos cerrados ante la realidad y lo problemas de la nación y erre que erre empecinados en no querer ver el bien de los ciudadanos.

Igual ocurrió con aquel jefe de la sinagoga. No se inmutó ni se sorprendió por el milagro que habían presenciados sus ojos. No quiso aceptar ese prodigio y maravilla de poder que, curando a aquella anciana, ponía a las personas por encima de la ley sabática. ¿No nos ocurre hoy igual? 

En la actualidad no es el problema de las personas ni del propio sábado, sino del trabajo. Se impone el trabajo por encima de las personas, y como si de un dios se tratara se le rinde culto y pleitesía a toda hora y todos los días. Incluso los domingos. La consigna es, el trabajo es lo primero. En cierta ocasión, cuando trabajaba en Banca, oí decir a un director que el Banco era lo primero que había que atender, casi por encima de todo, porque era el que nos daba de comer.

Observamos que no hay mucha diferencia con el tiempo que vivió Jesús. Por aquel entonces era la ley, pero ahora es el consumo y la riqueza. Se trabaja y se vive para el trabajo. Se ha quitado a Dios de nuestro tiempo y se le ha sustituido por el trabajo.

 ¿Y que sucede? Que más temprano que tarde seremos herramientas inútiles y nos tiraran al cuarto de los desechos. Primero fue el aborto y más tarde será la eutanasia. Seremos considerados mientras seamos útiles, pero solamente ese poco tiempo. Nuestra dignidad como persona se olvida y se excluye. Y nuestros derechos están y se ponen por debajo del trabajo y consumo. Hoy ya no es el sábado. Se ha cambiado del dios ley al dios consumo y riqueza.

Pidamos abrirnos a la acción del Espíritu, que busca el bien de las personas, sus derechos y sus espacios de reflexión y de sus búsquedas de sus propios destinos. Y de despojarnos de las mediaciones que nos anulan, nos esclavizan y nos cierran a la acción del Espíritu Santo.

domingo, 23 de octubre de 2016

AVERGONZADO Y HUMILLADO EN TU PRESENCIA, SEÑOR

(Lc 18,9-14)
No es para menos cuando pienso que ha sido de mi vida. Hay momentos en los que paso vergüenza cuando pasan por mi mente los pecados cometidos. No me duele confesarlo, sino el haberlo cometidos. Sé que la Misericordia de Padre Dios me perdona. Sé que estoy perdonado, pero me duelo de haber desobedecido la Voluntad de Dios. Y me duelo y arrepiento avergonzado.

Lejos de desesperarme o de angustiarme, me consuela experimentar ese dolor, aunque sea de pecados pasados y ya perdonados. Y digo que me consuela porque ese dolor me sostiene humildemente, y como el publicano del Evangelio de hoy domingo, me siento avergonzado y postrado ante Dios incapaz de mirarle o levantar la cabeza.

¡Cuántos pecados de omisión a cada momento que late mi corazón! ¿Cuántas veces habré dejado de hacer tu Voluntad! Es posible que muchas por ignorancia, pero otras quizás por pereza, por comodidad o falta de compromiso. Sí, Padre nuestro, tengo que pedir perdón y sentirme avergonzado por todos mi pecados egoístas y de omisión. Y sólo tengo una palabra, perdón.

Pero, no basta sólo con eso. Tengo que levantarme y actuar. Actuar dando mi vida en conocerte mejor, en buscar espacios de escucha y silencio para oír lo que me dices, y el esfuerzo de ponerlo en práctica. Pero no dejes que me crea un suficiente, ni un fariseo ni un engreído o capaz, sino un siervo pobre y humilde, capaz de hacer pequeñas cosas en tu nombre y por la acción del Espíritu Santo. 

Eso quiero hoy adquirir como compromiso, descubrir que eres Tú quien actúas en mí y conviertes mi pobreza en riqueza y maravillas para tu Gloria. Y así me postro y me presento ante Ti, Señor. Ten misericordia de tu pobre siervo.

sábado, 22 de octubre de 2016

LA VIRTUD DE LA PACIENCIA

(Lc 13,1-9)

En ocasiones pensamos que las cosas que nos pasan son castigos o consecuencias de nuestro mal actuar. Y la relacionamos como frutos de nuestros pecados. Y, los que escapamos o nos libramos de eso, pensamos que se debe a nuestro bien proceder. Necios somos si concluimos en esa apreciación, porque no somos mejores que los otros, a pesar de que muchos sufran desventuras o tragedias. 

Todos somos de condición pecadora y todos necesitamos la misericordia de Dios para salvarnos. Es ella la que nos sostiene y nos llena de esperanza. No por nuestros méritos, sino por el amor de Dios. A cada cual le será dado la oportunidad del perdón y todo en la medida de lo que ha recibido. En cierta ocasión, Jesús, dijo: "El que no la conoce y hace cosas que merecen azotes, recibirá pocos; a quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se le confió mucho, se le pedirá más" (Lc 12, 28).

No cabe ninguna duda que todos serán juzgados según sus circunstancias y dones recibido. Por eso nadie puede compararse con nadie, y menos aparentar lo que no es. Es el caso de la higuera del Evangelio de hoy. Porque una higuera tiene que dar frutos, pues esa es su misión y ha sido plantada para ello. Algo ocurre si no hay fruto. No se pude ocupar un lugar simplemente con las apariencias y bajo la hipocresía. Porque de ahí no pueden salir frutos.

Sin embargo, las Misericordia de Dios nos salva y nos da la oportunidad de recuperarnos, de levantarnos y de despojarnos de esa actitud de apariencia e hipocresía. La Misericordia y la Infinita Paciencia del Señor. En ellas descansamos y apoyamos nuestra esperanza, que exige un sincero arrepentimiento y una constante y perseverante conversión cada día de nuestra vida. Pidamos esa Gracia y confiemos en recibirla.