En ocasiones pensamos que las cosas que nos pasan son castigos o consecuencias de nuestro mal actuar. Y la relacionamos como frutos de nuestros pecados. Y, los que escapamos o nos libramos de eso, pensamos que se debe a nuestro bien proceder. Necios somos si concluimos en esa apreciación, porque no somos mejores que los otros, a pesar de que muchos sufran desventuras o tragedias.
Todos somos de condición pecadora y todos necesitamos la misericordia de Dios para salvarnos. Es ella la que nos sostiene y nos llena de esperanza. No por nuestros méritos, sino por el amor de Dios. A cada cual le será dado la oportunidad del perdón y todo en la medida de lo que ha recibido. En cierta ocasión, Jesús, dijo: "El que no la conoce y hace cosas que merecen azotes, recibirá pocos; a quien se le dio mucho, se le reclamará mucho; y a quien se le confió mucho, se le pedirá más" (Lc 12, 28).
No cabe ninguna duda que todos serán juzgados según sus circunstancias y dones recibido. Por eso nadie puede compararse con nadie, y menos aparentar lo que no es. Es el caso de la higuera del Evangelio de hoy. Porque una higuera tiene que dar frutos, pues esa es su misión y ha sido plantada para ello. Algo ocurre si no hay fruto. No se pude ocupar un lugar simplemente con las apariencias y bajo la hipocresía. Porque de ahí no pueden salir frutos.
Sin embargo, las Misericordia de Dios nos salva y nos da la oportunidad de recuperarnos, de levantarnos y de despojarnos de esa actitud de apariencia e hipocresía. La Misericordia y la Infinita Paciencia del Señor. En ellas descansamos y apoyamos nuestra esperanza, que exige un sincero arrepentimiento y una constante y perseverante conversión cada día de nuestra vida. Pidamos esa Gracia y confiemos en recibirla.
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