(Lc 18,9-14) |
No es para menos cuando pienso que ha sido de mi vida. Hay momentos en los que paso vergüenza cuando pasan por mi mente los pecados cometidos. No me duele confesarlo, sino el haberlo cometidos. Sé que la Misericordia de Padre Dios me perdona. Sé que estoy perdonado, pero me duelo de haber desobedecido la Voluntad de Dios. Y me duelo y arrepiento avergonzado.
Lejos de desesperarme o de angustiarme, me consuela experimentar ese dolor, aunque sea de pecados pasados y ya perdonados. Y digo que me consuela porque ese dolor me sostiene humildemente, y como el publicano del Evangelio de hoy domingo, me siento avergonzado y postrado ante Dios incapaz de mirarle o levantar la cabeza.
¡Cuántos pecados de omisión a cada momento que late mi corazón! ¿Cuántas veces habré dejado de hacer tu Voluntad! Es posible que muchas por ignorancia, pero otras quizás por pereza, por comodidad o falta de compromiso. Sí, Padre nuestro, tengo que pedir perdón y sentirme avergonzado por todos mi pecados egoístas y de omisión. Y sólo tengo una palabra, perdón.
Pero, no basta sólo con eso. Tengo que levantarme y actuar. Actuar dando mi vida en conocerte mejor, en buscar espacios de escucha y silencio para oír lo que me dices, y el esfuerzo de ponerlo en práctica. Pero no dejes que me crea un suficiente, ni un fariseo ni un engreído o capaz, sino un siervo pobre y humilde, capaz de hacer pequeñas cosas en tu nombre y por la acción del Espíritu Santo.
Eso quiero hoy adquirir como compromiso, descubrir que eres Tú quien actúas en mí y conviertes mi pobreza en riqueza y maravillas para tu Gloria. Y así me postro y me presento ante Ti, Señor. Ten misericordia de tu pobre siervo.
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