Lc 11, 27-28 |
—Las apariencias engañan —dice el refrán—, y la
experiencia lo confirma. Muchas personas —compartía Enrique, uno de los
tertulianos— se esconden tras las apariencias de su propia vida. Fingen ser lo
que realmente no son. Teatralizan su existencia como si de una obra de teatro
se tratara.
—Tienes razón —añadió Andrés, otro de los
tertulianos asiduos—. ¿Estás de acuerdo, Pedro?
—Hay personas —comentó Pedro— que hacen de su vida
un puro teatro. Esconden sus verdaderas reacciones y tratan siempre de quedar
bien ante los demás. Dicen lo que no piensan y hacen lo que no viven.
—Has dado una buena definición —aludió Manuel—.
Teatralizar la vida es una forma de vivir en las apariencias, como quien
edifica su casa sobre arena movediza.
—La vida —respondió Enrique—, al menos eso creo yo,
pone a todos en su lugar y, tarde o temprano, desenmascara a quien vive
escondido en el fingimiento. ¿No te parece?
—Completamente de acuerdo —dijo Manuel—. Lo
verdaderamente importante es la realidad: lo que haces y cómo vives, sin
tapujos, sin disfraces, tal como eres. Lo dice Jesús en el Evangelio (Lc 11,
27-28), cuando una mujer ensalza a su Madre por haberle dado la vida.
—Pero… ¿qué fue lo que dijo? —preguntó Enrique, con
curiosidad.
—A la mujer que, levantando la voz, exclamó:
“Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron”, Jesús
respondió: “Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la
cumplen”. Eso lo deja todo muy claro.
Con estas palabras de Jesús, la figura de su Madre
adquiere un nuevo valor. Porque ella no fue solo la que lo concibió, sino la
que se fio de Dios, le abrió paso en su vida y se unió por completo al destino
de su Hijo.
Nosotros también somos bienaventurados cuando
hacemos lo mismo: cuando escuchamos y cumplimos la Palabra.
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