martes, 21 de octubre de 2025

EN CONSTANTE VIGILIA

Lc 12, 35-38

  Juan no entendía cómo su hermano podía vivir tan despreocupado. Sus pasos iban al ritmo que le marcaba el mundo. Sus actitudes estaban dispuestas a consumir todo aquello que le produjera satisfacción y placer, sin detenerse siquiera si sus apetencias causaban perjuicio a otros.
    Él y sus caprichos eran lo primero.


   Esa forma de entender la vida le preocupaba. Intuía que aquel no era el camino correcto y que, tarde o temprano, le pasaría factura.
    La vida es algo más. Y, posiblemente, cuando se actúa de esa forma, es porque en el fondo hay un vacío existencial que se intenta llenar con toda clase de remedios efímeros. La experiencia enseña que, al final, no queda nada.

    Cuando Manuel llegó a la terraza, se encontró con Juan. Era uno de los tertulianos, si no frecuente, sí con cierta asistencia, y solía compartir inquietudes y temas de fondo.
 
    —Buenos días a todos. —¿Qué tal, Juan? Me alegro de verte. Hacía tiempo que no venías.
   —Buenos días. Sí, hoy coincidió que pasaba por aquí, y además quería compartir algo que me preocupa.
  —Amigos, para eso estamos. Y sabes que lo puedes hacer con toda confianza. Todos respetamos esta tertulia, y lo que aquí se habla, cuando es íntimo o importante, no se comenta afuera.
    —Sí, lo sé, y eso me anima a hablar. Se trata de mi hermano. Me preocupa su actitud ante la vida. Lo veo muy centrado en sí mismo; quiero decir, egoísta, pensando solo en satisfacerse a costa de lo que sea.
    —Buscando —dijo Manuel— su propio bienestar, sin importarle los demás. Es la opción de aquellos que viven para sí, creyendo que solo ellos existen.
   —Exactamente —respondió Juan—. Esa es su actitud: da la sensación de que solo busca placer y satisfacción, y todo su obrar va en esa dirección.
   —Es la cultura de la inmediatez —añadió Manuel—. En ella buscamos la gratificación inmediata de nuestros deseos, pero tras esa primera capa de satisfacción se esconde una realidad menos idílica, que termina en vacío y empuja a buscar más y más, de forma compulsiva.
   —Sí, creo que a eso va, y esa es mi preocupación —respondió Juan.
  —En Lc 12, 35-38, Jesús llama bienaventurados a los que permanecen a la espera de la llegada del Señor, que, libre como es, se hace presente en el momento más inesperado. De ahí la necesidad de mantenernos atentos y expectantes, dispuestos en toda ocasión a comprometernos y ofrecer nuestras personas.
   —Todo lo contrario de lo que hace mi hermano —intervino Juan.
  —Esas son las actitudes que debemos intentar despertar en los demás —respondió Manuel—. Sin presiones ni violencia. Solo con testimonio y mucha oración.
 
   Juan comprendió que solo con paciencia, testimonio y oración podría ayudar al cambio de actitud de su hermano.
   La atención y la espera son las actitudes que se nos piden en la vida cristiana, para que en ella se haga presente Dios, generando en nosotros alegría y esperanza.
    

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